Cuando Kurt Wallander se fue de cañas con Ignatius Reilly (Crítica a, casi estudio de, «Puzle de Sangre»)
Es un fenómeno conocido, y mucho más evidente en los últimos años (tal vez porque se produce con una cadencia cada vez más frenética) que el mercado editorial se ve sacudido de tanto en tanto por olas inmensas e irrefrenables que, comandadas y precedidas por un título paradigmático, de pronto inundan las librerías con decenas o centenares de publicaciones con una misma temática. En estos últimos meses pueblan los estantes, surgidos como champiñones espontáneos no sé sabe cómo ni de dónde, todo un batallón de libros de mommies porn («porno para mamás») a la estela de las famosas 50 sombras. Sorprende siempre la velocidad a la que los estantes se adaptan a cada nueva moda, sí, pero no el fenómeno en sí que, como decíamos, no es nuevo: es más, las nuevas tormentas que limpian los restos aún húmedos de la anterior son cada vez más frecuentes y vertiginosas: no hace ni diez años que los misterios de da Vinci nos indigestaron con centenares de conspiraciones masónico-azteco-tibetanas, pero es que todavía aquellos rescoldos no se habían apagado cuando Lisbeth Salander entró en escena.
Aquella moda fue la de la «novela negra escandinava», y no había lector con un mínimo de intención de estar al día en lo que se cuece que no te recitara con suficiencia, como si los conociera de toda la vida y no desde anteayer, una lista de «imprescindibles» que incluía no sólo al finado (unos meses demasiado pronto) Stieg Larsson, sino a, como poco, «la imprescindible» Asa Larsson y otros cuantos nombres más que costaba no sólo pronunciar sino también recordar.
La bomba saltaba cuando en esa lista se incluía a Henning Mankell como otro «imprescindible a descubrir». Que, vale, escribe novela negra, y es escandinavo, pero su éxito no necesita apoyarse en ningún boom, dado que, por aquel entonces, llevaba ya varios añitos en unos muy cómodos lugares de las listas de ventas gracias al buenazo del detective Wallander, sin que tuviera que venir ninguna hacker asocial a darle una palmadita en la espalda.
A lo que viene todo el desbarro, probablemente prescindible, que precede, es a concluir que las modas y las etiquetas están muy bien para vender y sanear el mercado en unos momentos determinados, pero que hay sabores que, como los buenos vinos, no pasan de moda. Igual que Mankell se descojonaría de verse de pronto aupado a la condición de «autor a seguir» a la sombra de Stieg Larsson (aunque, en fin, sus buenos dineros le proporcionaría), en España habría varios autores haciéndose un par de preguntas: primero: por qué el auge de la novela negra no había llegado antes y segundo: por qué tenía que venir acompañado del maldito detalle de ser «escandinava» para tener pedigrí y por lo tanto digna de ser leída (comprada) por los lectores (compradores) que se subían al carro de lo que «no hay que dejar pasar» (la urgencia de obtener la respuesta a ambas preguntas estaba relacionada con el muy respetable deseo de poder subsistir, y hasta darse caprichos, juntando letras).
El caso es que novela negra, y de calidad, la ha habido en España mucho antes de la fiebre escandinava (sólo hay que tirar de los libros de textos para nombrar al fundacional Carvalho de Vázquez Montalbán y al carismático anónimo de Eduardo Mendoza), la seguía habiendo durante (a bote pronto, probablemente sean los Bevilacqua y Chamorro de Lorenzo Silva los personajes más conocidos de la novela negra española contemporánea, y por añadir una referencia personal remarcaríamos al Ricardo Cupido de Eugenio Fuentes), y, lo que es más importante para lo que nos ocupa, va a seguir habiéndola, afortunadamente (aunque venda menos, porque ahora lo que se lleva es el BDSM para mamás), mucho después.
Tal vez fuera el hartazgo producido por los escandinavos, pero en la novela negra española reciente «post Millenium» se encuentran algunos meritorios casos de intento de renovación: una novela negra que, manteniendo los puntos cardinales del género (un crimen, una resolución… o no), se atreven a asomarse a algunas puertas laterales que flanquean el pasillo canónico del género. De nuevo nos apoyamos en preferencias personales porque sería imposible (sin algo equivalente a una tesis doctoral) citar todos los matices (y las correspondientes obras que los exploran) con los que puede aderezarse el género, así que vaya un ejemplo: Voracidad, de Juan Bas, es una novela negra que no parece tal hasta el último capítulo: hasta entonces ha sido sólo una gigantesca crítica social plagada de personajes robustos y un humor ácido no digerible ni con alka seltzer.
Puzle de sangre (sí, vamos a hablar de esta novela, aunque tras todo lo anterior ya pareciera que este artículo iba de cualquier otra cosa) se circunscribe en este último grupo de novela negra renovadora. Tal vez llegue, desde el punto de vista del mercado, unos años demasiado tarde, y no alcance el foco que merece. Y será una lástima que las luces, y la atención, y el aplauso (y, sobre todo las ventas, que José Payá y Mario Martínez Gomis, los autores, tienen bocas que alimentar) no caigan sobre ella, porque verdaderamente contiene todos los ingredientes imprescindibles para ser un hito en el camino de este naciente sub género que, ¿se nos permite llamarlo así?, podría denominarse «post novela negra».
Ya se ha dicho que estos nuevos autores que podrían robarle la cartera a Stieg Larsson mientras él todavía se está preguntando quién era ese desconocido que le ha saludado tan efusivamente en el metro parten de las bases del género negro para retorcerlo, divertirse con él (sí, ésa es la frase clave: «divertirse con él») y dejarlo luego de vuelta en su lugar reluciente, pulcro y con una sonrisa en la cara: sigue siendo una novela negra pero… y lo bien que se lo ha pasado.
Puzle de sangre juega con el género a varios niveles: uno de los pilares fundamentales de la novela criminal, en su estructura y concepción, es lo que se conoce con el anglicismo del whodunnit («¿quién lo hizo?»): se plantea un crimen y un protagonista (el genérico «detective»), acompañado por el lector que razona en paralelo a él, compartiendo sus pistas y pesquisas, acaba resolviéndolo. En Puzle de sangre, sin embargo, esta convención máxima y fundamental se contraviene ya en las primeras líneas: los actos criminales que debiera constituir el meollo del asunto están bastante bien explicaditos, tanto en el «quién» como en el «cómo» como en el «por qué», desde el primer par de capítulos (y lo que no se sabe ahí tarda poco en desvelarse). ¿Y eso tiene sentido? ¿Cómo funciona entonces la trama, como se sostiene el interés? Se dice que el mejor libro sobre Jack el Destripador es la novela gráfica From Hell de Alan Moore. En esta obra se sabe, también, la identidad del escurridizo Jack desde el primer momento: el peso de la narración no recae por tanto en el recurso fácil del whodunnit, sino que se adentra en un campo más complejo: las motivaciones, la descripción psicológica, casi a nivel simbólico, del criminal. Una vez se aparta el velo, la distracción nos atreveríamos a decir, de la investigación clásica, el relato puede llevar la atención del lector hacia otros niveles menos evidentes. Éste es el juego que plantea Puzle de sangre.
Una vez cometida esa trasgresión que a su vez se convierte en nuevo axioma, los autores ya son libres de corretear a sus anchas por el universo que han creado. Sigue habiendo cierto misterio, varios cabos sin atar que no acabarán por hilarse hasta las últimas páginas, pero éstos, a su vez, no son más que una nueva excusa para llevar de la mano al lector a lo que realmente compone el núcleo de esta novela, una vez despojado de este privilegio el elemento clásico de la investigación: en este Puzle de sangre, los personajes lo son todo. Fundamentalmente, una pareja en principio imposible que (como en toda buena buddy movie que se precie: las influencias cinematográficas de la novela, tanto en estructura como en lenguaje, son más que evidentes) está condenada a entenderse, arropada por un reparto coral que no cae en la trampa de aparecer difuminado o poco definido: todos los personajes, por muy pequeña que sea su aparición, son sólidos, tienen una entidad casi física que soporta perfectamente el entramado de relaciones (el puzle del título) que los autores han tejido entre todos ellos. Debido a esta fuerte consistencia, hay giros inesperados, hay encuentros y desencuentros, que fluyen con naturalidad a lo largo de la trama porque la materia que los soporta es robusta y sin fisuras. Y al igual que en La conjura de los necios, la que probablemente sea la novela humorística más importante de las últimas décadas, gran parte de la comicidad se apoyaba en un elenco de secundarios memorables (sí, Ignatius Reilly es un personaje gigantesco, pero como en el fútbol: uno sólo sin el equipo no es nadie), en este Puzle de sangre, una insólita galería de personajes que van desde lo patético (los dos asesinos protagonistas: «el Libros» y «el Socio«: el listo que parece tonto y el tonto que parece listo; aunque perfilados con firmeza realista y sin un asomo de caricatura, no dejan de repetir la fórmula del «double act» que funciona desde el Gordo y el Flaco hasta Brian y Stewie Griffin… de nuevo el cine y la influencia audiovisual) a lo emotivo (sus némesis: Paula y Tito, la pareja de policías municipales, cercanos y cotidianos, que se convierten en inesperados protagonistas de una historia de detectives) pasando por todo un abanico de personajes más o menos excesivos (el yonqui chulesco pero metepatas, la mulata con pinta de tonta pero en realidad más lista que nadie, la casada harta de la rutina que planea terminar con su marido, entre otros muchos) que, hablando entre ellos, discutiendo entre ellos, negociando entre ellos, apuñalándose (a veces no metafóricamente) entre ellos, construyen una trama llena de humor (usando los mismos mimbres y recursos del clásico de John Kennedy Toole) y de, ah, sí, un puñado de misteriosas motivaciones y conexiones personales subterráneas relacionadas con el crimen, que, de hecho, son lo único que queda por resolver.
Apoyándose en esas dos bases que retuercen el concepto de novela negra: un crimen que desde el principio está resuelto, y un sentido del humor desbordante, con mala leche, sí, pero arrollador de todas formas, los autores destrozan el concepto del género para volver a reconstruirlo de forma brillante, ágil, fresca e inteligente, a partir de sus pedazos. No sabemos si fue Hitchcock (que nos perdonen sus exégetas si no fue él) el que dijo que una película debería comenzar con una explosión y, a partir de ahí, seguir subiendo. Poner el listón alto desde la primera línea es un buen reclamo pero puede ser peligroso si se es incapaz de mantener el nivel: tras una explosión, un nimio choque de trenes parecerá descafeinado. Puzle de sangre acepta el reto del in media res: en su primer capítulo, un escritor de medio pelo acude a casa de otro para, tras muchos años conversando por teléfono, conocerse en persona; el argumento explota en la primera línea al descubrirse que el visitado no es el escritor esperado, sino su asesino, que toma su lugar al verse sorprendido en la escena del crimen… para explotar una vez más al revelarse, terminando el primer capítulo, que el visitante esperado también ha sido asesinado y también, por diferentes azares, su asesino ha decidido suplantarlo. Un juego de espejos a medio camino entre el absurdo de Godot y el surrealismo mordaz de los Monthy Python, digno de comedia, pero de comedia muy negra… y con muy mala leche. Además: no cuesta mucho advertir que los dos escritores asesinados aún antes de comenzar son los trasuntos literarios de los dos autores (capaces de matarse a sí mismos sin haber llegado a la primera línea, el reverso, sano y humilde, de la egolatría del escritor) y eso marca en cierta forma el clima del resto del relato: no hay líneas que no se puedan traspasar, no hay tótems, incluyendo lo más sagrado para un escritor (él mismo) que no puedan ser echados abajo. Pero que un escritor (o un par de escritores) puedan retratarse a sí mismos en dos personajes mediocres, con dos muertes ridículas, como se desvela más adelante, sin llegar a pisar la novela más que de refilón demuestra también la voluntad de reírse de todo, y de hacerlo con sana desvergüenza: que no se espere humor edulcorado, de ése de sitcom americana con el sofá en el centro del plano: los autores comienzan burlándose de sí mismos y, desde ahí, según el principio hitchcockiano o de quien fuera, «siguen subiendo», sin medias tintas. Cada capítulo, alternativamente, está escrito desde el punto de vista de cada uno de los dos asesinos (lo cual hace que la escritura a cuatro manos, ocupándose cada autor de cada una de las voces –la de su correspondiente asesino, por cierto- no chirríe sino que se calce como un guante al tono necesario), entrando en una espiral de regates, fintas, trampas y caídas entre ambos que demuestra, por encima de todo, una cosa: que los autores se lo han pasado en grande puteando cada uno al personaje del otro, y que esa diversión es tan desbordante que acaba contagiando el tono, el argumento, la lectura, en definitiva, al lector. La explosión con la que se inicia todo no decae (tranquilo, Hitchcock, o quien fueras), al contrario, el ritmo cada vez es más rápido, los capítulos más cortos, hasta llegar a una conclusión, tal vez inevitable, pero desde luego satisfactoria. Dice Juan Mayorga en El chico de la última fila que un buen final es ése con el que el lector piensa «no me lo esperaba y, sin embargo, no podía acabar de otra manera». Pues eso: no hay más (ni menos).
Pero es que definir la novela sólo como una sucesión de episodios, a veces descacharrantes, a veces macabros, a veces tiernos, a veces reflexivos, entre, fundamentalmente, dos protagonistas contrapuestos (aunque en el fondo todos los personajes tienen un peso fundamental, definido, en su punto exacto, dentro de este puzle) con el trasfondo de un crimen (unos crímenes) es como decir que la paella es un guiso con arroz y más cosas: se está diciendo la verdad, pero desde luego no toda la verdad, se está perdiendo sustancia, jugo, sabor. Y es que Puzle de sangre tiene tal cantidad de aderezos que analizarla al detalle sería como intentar discernir si son las gambas o si son los guisantes los que le dan su sabor distintivo al plato levantino. Añádase a todo lo ya nombrado unas gotas de road movie, una pizca generosa de reflexión metaliteraria (los autores ejercen de críticos literarios, y se nota), un mucho de lenguaje poderosamente cinematográfico al estilo tarantiniano, directo a la mandíbula, un algo más de enredo ácidamente costumbrista (si es que tal oxímoron es posible) y sobre todo grandes cantidades de diversión, de complicidad manifiesta entre los autores que se desparrama en cada nuevo episodio.
Tal vez una buena definición de esta nueva novela negra que poco a poco se va configurando gracias a varios títulos fundacionales es que, al final, la novela negra en sí misma, el macguffin, es lo de menos. Cuando se lee una historia de criminales es para acompañar al detective en su investigación vigilándolo por encima del hombro, sintiéndose tan inteligente como él al descubrir el perfecto plan criminal y tan atractivo como él al seducir a la inevitable femme fatale. En este caso, ya lo hemos dicho, el whodunnit queda en segundo plano. De hecho, la entrañable y atípica (tal vez son tan entrañables precisamente porque son atípicos, porque en su excepcionalidad fuera del tópico parecen reales) pareja de policías que encarnan en papel del detective clásico no aparecen hasta mediada la historia, cuando el lector ya les lleva bastantes leguas de ventaja. Pero, ya lo hemos explicado: aquí no importa el «quién lo hizo», importa el «cómo se cuenta», importa «quiénes lo viven», dando lugar a una equilibrada novela de personajes enredados tanto para lo humorístico como para lo macabro. Y si además se le añade un escabroso y casi surrealista doble crimen, con su correspondiente doble equívoco, ya en las primeras páginas, la combinación constituye un cóctel insólito que, una vez aceptada su extravagancia, acaba ajustando todas sus partes como un traje a medida.
Lo decíamos al principio: la novela negra no es que haya vuelto para quedarse, es que nunca se había ido, con suecos o sin suecos, con más o menos focos (y, por lo tanto, ventas) en los que apoyarse. Y no sólo está tan fuerte como siempre sino que crece, se atreve a romper moldes y a recomponerlos. Llámese «nueva novela negra», «post novela negra» o como se quiera: Puzle de sangre es un enorme, divertido y muy bien construido ejemplo de este post/neo/lo-que-sea género. Esperemos que las mamás se cansen pronto de enigmáticos millonarios con portentosas facultades de alcoba y esta novela tan rompedora y refrescante como sólida reciba el aplauso y la atención que reclama y merece.
Puzle de sangre José Payá y Mario Martínez Tagus (ebook)
Muchas gracias a César Arza por su crítica.
Se note que esta crítica tiene un gran esfuerzo. Y lo que es más, me ha despertado el interés por la novela. A ver si la veo por ahí, física o digital, y le doy un tiento.
En cuanto a la frase de empezar las películas con una explosión, y de ahí seguir hacia arriba, no sé si es de Hitchcock, pero desde luego el que intenta seguirla a rajatabla es Michael Bay… a su manera, claro…
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