«El hombre sin pasado», de Peter May, por Ricardo Bosque

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Sabido es que cuando algo funciona lo mejor es no tocarlo. Y eso debió pensar Peter May cuando, tras pasear su primera novela ambientada en la escocesa isla de Lewis por un buen número de editoriales británicas obteniendo el rechazo como respuesta, consiguió publicarla en Francia, convertirla en un éxito de ventas -y de críticas- y que sus paisanos del otro lado del Canal de La Mancha vieran con mejores ojos esa primera parte de su trilogía negro-costumbrista: La isla de los cazadores de pájaros, novela en la que el bestsellerismo demuestra que puede contener una indudable calidad literaria y de la que ya escribía en esta misma revista hace unas semanas.

Así pues, Peter May, en El hombre sin pasado, vuelve a la carga con otra dosis de suspense e historia, de intriga y etnografía, repitiendo los esquemas que tan buen resultado le dieron anteriormente, incluidas las dos voces narrativas -tercera y primera persona- para narrar los hechos -presentes y pasados- que dan forma al conjunto de la historia.

Pero si en La isla de los cazadores de pájaros era el pequeño Fin quien llevaba la voz cantante a la hora de referirnos los usos y costumbres de la isla, recurriendo al narrador externo cuando había que centrarse en la trama puramente policíaca, en El hombre sin pasado es otro personaje que aparecía tangencialmente en la primera entrega quien se ocupa de contarnos cómo era la vida en Lewis a mitad del siglo XX: el viejo Tormod -padre de Marsaili, amor de la infancia del ahora ya expolicía Fin Macleod-, aquejado de demencia senil, incapaz de recordar los hechos más inmediatos pero lúcido a la hora de contarnos su infancia y juventud en los orfanatos ingleses y casas de acogida a las que fueron enviados miles de chavales como él a lo largo de muchas décadas.

En esta ocasión, el detonante de la trama policíaca -y la excusa para que el pequeño Tormod y el viejo Tormod adquieran un protagonismo absoluto- es la aparición de un cadáver enterrado entre unos montones de turba, el combustible que recolectan y utilizan los isleños para calentarse en las largas y duras jornadas del invierno. Un cadáver que corresponde a un joven de unos veinte años y que se encuentra en muy buen estado de conservación gracias a los efectos «momificadores» de la propia turba. Un cadáver que lleva allí, aproximadamente, desde 1956 -y estamos en 2012.

El cadáver de un joven que -las muestras de ADN recogidas entre los habitantes de Cornaway- corresponde a un familiar muy cercano al viejo Tormod.

Tormod, quien siempre sostuvo ser huérfano e hijo único.

Y, como decía anteriormente, de nuevo el suspense está garantizado, en una narración ágil, dinámica y tan bien estructurada como la que inauguraba la trilogía y que, por si fuera poco, cuenta con algunas ventajas respecto a La isla de los cazadores de pájaros: el lector ya conoce a los personajes principales y estos están mucho mejor perfilados -especialmente Fin y Marsaili-, con la irrupción de un sensacional Tormod y el acompañamiento de una amplia galería de secundarios que cumplen sobradamente con los papeles asignados.

Segunda parte, pues, de una muy homogénea trilogía. Esperando impaciente el desenlace –The Chessmen-, todavía inédito en España.


El hombre sin pasado
Peter May
Trad.: Silvia Pons Pradilla
Grijalbo
 
 

 

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