«Leviatán», de Paul Auster, por Miguel Padova

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A la crítica literaria le encantan las categorías. Quizá por ello, Paul Auster aparece en su mundo perfectamente ordenado como un moscardón zumbante, una tentativa de caos. Porque Grisham, Connelly, Koontz o King se presentan como un producto bien delimitado, un círculo sin aristas que podemos encajar en el tristemente célebre molde de los best-seller. Pero qué decir de McCarthy o de Steinbeck. Como Auster, su narrativa no obedece a fórmulas, no entiende de reglas. Es atrevida, intrépida, valiente y se renueva con cada palabra. Son la vida misma. Y he de confesar que últimamente disfruto mucho con el zumbido de los moscardones.

Afrontar la lectura de Leviatán es como caminar hacia atrás —sencilla pero justa comparación—; puedes aventurar lo que se encuentra a tu espalda, pero nunca tendrás una certeza. Observarás el pasado que te ha llevado hasta el presente, y si bien solo el primero te brindará las claves para entender el segundo, el mismo presente continuará siendo una incógnita. La vida es algo así como caminar hacia atrás, qué duda cabe, y Auster lo pone de manifiesto en su novela. Porque Leviatán es una mirada hacia atrás, un vistazo al pasado.

Poco después de la muerte de su amigo, el novelista Peter Aaron se enfrenta al manuscrito más difícil de su carrera, unas memorias que intentarán dilucidar cómo Benjamin Sachs voló por los aires, »en docenas de pequeños pedazos», mientras armaba una bomba. Los agentes del FBI no creen en las casualidades, y el hecho de encontrar en la cartera de Sachs un papel con la iniciales y el número telefónico de Peter le convierte en sospechoso. Desde la cabaña del estudio, el protagonista se propone desvelar un secreto oculto durante años, una verdad polimorfa que se remonta a su primer encuentro con Ben, a cómo éste se precipitó desde un tercer piso y a por qué desapareció misteriosamente.

Un secreto que solo dos personas conocían, una de las cuales se encuentra ahora en muchos lugares a la vez y en ninguno volvería a hablar. Si retroceder en el laberinto de los recuerdos es siempre confuso, »la historia que tengo que contar —reconoce el narrador— es bastante complicada».

Definitivamente Auster es un narrador peculiar. Si bien con La ciudad de Cristal hizo de la simetría y las imágenes especulares el motor de la trama, con Leviatán viene a personificar el efecto mariposa. Porque todo, todo repercute. Un universo de relaciones e interrelaciones, de acciones y consecuencias, esa es la propuesta de Auster en una obra brillante, original y extraña, aunque sin incurrir en la bizarrerie.

En última instancia, es agradable comprobar la potencialidad, la contingencia de unos hechos que trascienden el papel y te hacen arrojar los ojos a la ventana y mascullar que sí, chico, que esto bien podría ocurrirte a ti, vaya si podría. Y quizá ahí resida la única extrañeza, en el modo en que la casualidad orquesta un mundo lleno de posibilidades, donde el destino pulula en las mentes ingenuas como un bálsamo sin contenido ni realidad más allá de sus fronteras. Somos lo que hacemos, somos un hacer, y el mundo es un pañuelo; tres enunciados que bien podrían condensar Leviatán.

La de Auster es, además, una voz especial. Recuerda a ese amigo de los viejos tiempos que te encuentras por azar en una cafetería: una voz familiar y agradable y deseosa de contar sus experiencias, a veces en tono de confidencia. Y también en esa voz, en el narrador testigo que dibuja (a veces con trazo grueso, casi tosco) los hechos, reposa el centro de gravedad de la novela. Porque nunca se conoce a la gente, todo tiene dos caras y cada cara dos verdades. Y cada verdad no es sino una media verdad.

Peter Aaron intenta escribir con la objetividad del biógrafo, pero no es fácil. »Mientras yo esté aquí en Vermont escribiendo esta historia, ellos (FBI) estarán atareados escribiendo su propia historia». Así el lector conecta rápidamente con un narrador incapaz de reproducir fielmente una historia sujeta a recuerdos imprecisos, momentos inconexos y la siempre engañosa subjetividad. Sin duda una salsa deliciosa para una trama sólida, sorprendentemente sólida.

Considerando la complejidad de su premisa —recomponer el pasado de otra persona, pedacito a pedacito, pieza a pieza, hasta formar un puzzle desde sus vértices y descubrir así el rostro de la verdad—, el autor norteamericano demuestra una vez más sus dotes como narrador, su agilidad y versatilidad, su ingenio y sinceridad.

Pero además es un escritor astuto —no un mago aferrado a su chistera, como a veces se revela Stephen King—. El hecho de que la narración dependa del recuerdo, vinculada estrechamente a las remembranzas, brinda al autor la excusa perfecta para conseguir eso que André Jute definió como “la pescadilla que se muerde la cola”, es decir, la circularidad. Y si bien la circularidad no es indicativo de mérito literario —¿acaso no es uno de los pilares del superventas?—, la naturalidad con que sobreviene en Leviatán bien merece cierta consideración.

Un escultor de palabras, un arquitecto de mundos, son formas de definir a un señor llamado Paul Auster.

Leviatán
Paul Auster
Anagrama

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