«Quirke», por Teresa Suárez

quirke1Teresa Suárez

Tengo que ir, no puedo seguir retrasándolo.

Lo sé desde que me perdí en las reivindicativas canciones de Bono y su banda y en las melancólicas y cristalinas voces de Sinéad Marie Bernadette O’Connor y Dolores Mary Eileen O’Riordan. Lo sé desde que me enamoré de la belleza y el talento de Michael Fassbender y Jonathan Rhys-Meyers. Lo sé desde que compartí penurias junto a Frank McCourt y ambos sobrevivimos, allá en Limerick, a base de té, pan y caridad.

Sí, siempre he sentido un vínculo especial con la República de Irlanda.

El 22 de mayo de 2015, el pueblo irlandés pasó a la historia de la lucha por los derechos sociales al convertirse en el primer país del mundo que aprobó por votación popular el matrimonio entre personas del mismo sexo, motivo que aproveché para dedicarle un artículo a mi querida Éire: “Nadie dijo que la vida fuera fácil en la verde, nublada y lluviosa Irlanda. Aquellos que la conocen aseguran que en todo pueblecito, por aislado y remoto que sea, nunca falta una tienda, una iglesia y tres pubs. Soportar la fría humedad exterior que cala hasta los huesos se sobrelleva mejor gracias a la cálida y negra humedad interior que te proporcionan un par de Guinness que, tomadas en la dosis justa, agudizan el ingenio. Vean sino como, entre pinta y pinta, Jonathan Swift viajaba con Gulliver, Bram Stoker nos invitaba a entrar con libertad y por nuestra propia voluntad en el castillo de Drácula, Oscar Wilde con un solo retrato, el de Dorian, pintaba la vanidad y la locura de toda una época, y James Joyce nos legaba el famoso Ulises que habría de traer de cabeza a las generaciones futuras”.

Era inevitable que mi pasión por la cultura irlandesa, la literatura y el mundo del crimen, me condujeran hasta John Banville, Benjamin Black para los amigos y amantes del género negro.

Nuestro primer encuentro resultó atípico. Él interpretaba a Raymond Chandler embarcado en la difícil tarea de resucitar al duro y cínico detective Marlowe, mientras yo me empeñaba en encontrarle defectos a ese Philip devuelto a la vida para resolver el caso de una rubia más, aunque ésta de ojos negros. Ninguno de los dos nos dejamos seducir, francamente, y ambos continuamos nuestros caminos que parecían condenados a discurrir en paralelo.

Pero el destino no había dicho la última palabra y no hace mucho nos reencontramos en el programa “Página Dos”, donde el entrevistador le preguntaba, a un incomodo Banville, sobre los abusos físicos, sexuales y emocionales que entre 1930 y 1990 fueron perpetrados contra niños en orfanatos, escuelas y reformatorios irlandeses dirigidos por la Iglesia católica. Tuve la impresión de que John, nacido el 8 de diciembre de 1945, que estudió en una escuela de los Hermanos Cristianos (encargada de la mayoría de las instituciones para chicos de entre 10 y 16 años de edad), una de las órdenes religiosas investigadas, tanto si sufrió en sus propias carnes esos abusos como si no, era una víctima más de ese oscuro episodio de la historia de Irlanda. Me invadió una oleada de afecto y empatía que me predispuso a favor de acercar posturas con este irlandés aquejado de una especie de trastorno de identidad disociativo que, a la hora de enfrentarse a la hoja en blanco, le impele a adoptar dos identidades diferentes, John-Benjamin, cada una con su propia manera de percibir, interpretar e interactuar con el mundo.

Una compañera me habló de Quirke, serie de televisión del año 2013, protagonizada por dos magníficos actores irlandeses: Gabriel Byrne y Nick Dunning. Y volvimos a encontrarnos: ciento ochenta minutos, repartidos en tres capítulos, basados en los libros de Benjamin Black Christine Falls, The Silver Swan y Elegy for April.

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Dublín, años cincuenta. El doctor Quirke, patólogo forense, como jefe del tanatorio de la ciudad es el responsable de examinar los cuerpos de las personas que fallecen de forma súbita, inesperada o violenta, para determinar la causa de la muerte.

Cansado de una vida sin su esposa, muerta al dar a luz, se mueve por la ciudad como alma en pena, pasando del depósito de cadáveres y la bata de médico, al esmoquin y los salones más selectos a los que tiene acceso por su parentesco con el juez Malachy Griffin, su padre adoptivo.

Macerado en alcohol, con un sempiterno cigarrillo colgando en los labios, se deja sermonear por propios y extraños que le recriminan su falta de puntualidad, de decoro, de compromiso y de toda clase de amor ya sea paterno, fraterno o filial. El pub es el refugio sagrado, el santuario donde supera y olvida las reconvenciones de unos y otros.

De vez en cuando un cadáver, por las circunstancias en las que ha ido a parar a la morgue, el aspecto que presenta o su relación con personas que conoce, le sacan de la bruma etílica que suele envolverlo y lo convierten en un huele-braguetas sin licencia, tenaz y obtuso, que no atiende a razones ni siquiera aunque éstas vayan impresas en su cara a golpe de puño de matones lower class.

Pero Quirke, acostumbrado a la aquiescencia de quienes tumbados sobre la mesa de autopsias nunca protestan haga lo que haga, se mueve torpemente entre las redes de mentiras y secretos tejidos alrededor de las víctimas que investiga. Tal vez porque el misterio que envuelve su propia infancia, abandonado en un orfanato por unos padres que no conoce, supone una pesada carga que complementa su desgracia impidiéndole encontrar una razón para permanecer sobrio.

En Christine Falls hay un hermoso cadáver femenino, en The Silver Swan hay dos mujeres igual de muertas e igual de guapas, y en Elegy for April, el tercero, tenemos una chica muy, pero que muy mala, cuyo cuerpo permanece enterrado hasta que lo encuentran por lo que, gracias a la acción de la fauna cadavérica, no resulta tan atractivo como los anteriores. En estos tres episodios, aunque no lo parezca, hay asesinos seriales pero no tienen un único rostro y dos manos. Los enemigos son la iglesia, la clase social, con sus códigos de conducta y corporativismo inquebrantable, y, por encima de todo, la familia (adulterio, incesto, abandono), el verdadero monstruo, en cuyo seno se cometen los mayores actos de crueldad y violencia. Quirke creyendo que son simples gigantes, al igual que Don Quijote, se enfrenta a molinos de viento que amenazan su integridad física y moral.

En la entrada que mi compañero José Luis Muñoz escribió para Calibre de la primera de las novelas de Quirke, destaca la riqueza del lenguaje y de los recursos literarios empleados por Banville con los que logra convertir el género en literatura con mayúsculas.

Comprometida con Benjamin Black, y espoleada por la vehemente reseña de José Luis, ya descansa sobre mi mesilla de noche El secreto de Christine, elegante edición de Círculo de Lectores prestada por otro empedernido lector, esperando que abra la primera página y me sumerja en la densa niebla irlandesa tras los vacilantes pasos de mi patólogo favorito.

3 comentarios en “«Quirke», por Teresa Suárez

  1. Pingback: Reseña: “Las sombras de Quirke”, de Benjamin Black | Revista Calibre .38

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