«Maldita verdad», de Empar Fernández, por Ricardo Bosque

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Se cierra el círculo de la culpabilidad: si en La mujer que no bajó del avión una madre acompañaba a su hija al hospital tras un intento de suicidio, si en La última llamada un padre vivía atormentado por la desaparición de una hija tras haberse negado a contestar al teléfono, en Maldita verdad, Empar Fernández pone toda la carne en el asador y nos presenta a una madre, cada vez más distanciada de su hijo adolescente -cosas de la edad, se supone- en el preciso momento de encontrarlo muerto sobre su cama.

Suicidio.

Sin lugar a dudas.

Visto lo inevitable del suceso, sólo queda tratar de averiguar las razones que han llevado a un muchacho a quitarse la vida cuando debería estar disfrutando de ella. Ese es, al menos, el único motor que dará sentido a la existencia de una Olga incrédula frente a un padre -y exmarido- que prefiere dejar las cosas como están, asumir lo sucedido y tratar de seguir adelante sin volver la vista atrás.

Saber. Eso es todo lo que quiere una madre que no dudará en contratar los servicios de un estudiante de criminología -su magro sueldo no le da para hacerse con los de un detective titulado- para arrojar algo de luz sobre lo sucedido, aprendiz de detective que verá cómo sus intentos de investigación se ven salpicados de acontecimientos que le van convenciendo de que la profesión a la que pretende dedicarse puede resultar más peligrosa de lo que le han estado contando en las clases de su facultad.

Poco a poco, detective y lector irán comprobando cómo algo tan tristemente cotidiano entre nuestros chavales como es el ciberbullying se va abriendo paso entre las páginas de la novela, cómo el pasado familiar puede actuar en el cerebro de un muchacho como el hielo lo hace sobre la grieta de una roca: lento, constante e implacable hasta que termina por fracturarla.

Cuando uno lee una novela cualquiera, tiene la casi absoluta certeza de que aquello es ficción, de que esas situaciones por las que deben atravesar los personajes creados por el autor, si bien se dan en la mayoría de los casos en la vida real, jamás podrán sucederle a él mismo pues jamás se ha visto ni se verá envuelto en temas de juego, drogas, prostitución o utilizado como testaferro por cualquier banda de malhechores.

Cuando uno lee Maldita verdad -o cualquiera de las dos anteriores y que componen esta trilogía de la culpa- debe ser necesariamente consciente de la cotidianeidad de lo narrado, de la razonablemente elevada probabilidad de llegar a verse en el lugar de su protagonista. De ahí la facilidad para empatizar con los personajes de Fernández. De ahí el horror, el temor que se abre a cuchillo en nuestras carnes al acometer lecturas como ésta.

 

Maldita verdad
Empar Fernández
Off Versátil

2 comentarios en “«Maldita verdad», de Empar Fernández, por Ricardo Bosque

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