José Javier Abasolo (Bilbao, 1957) aparca al ex ertzaina Mikel Goikoetxea («Goiko»), protagonista de cuatro novelas (la última, Demasiado ruido, de 2016), para moldear un nuevo investigador que presenta en esta Asesinos inocentes. Markel Zugasti Uribeetxeberria es un abogado experto en el mundo de las finanzas dotado de una gran intuición que él considera, ¡cómo no!, infalible. Arquetipo de un recalcitrante y mal digerido bilbainismo (no resulta infrecuente sufrirlo aún hoy, y a plenitud, en determinadas profesiones liberales), por las venas del prepotente Zugasti, experto en artes marciales, corren buenas dosis de chulería, insensato arrojo y misoginia… Eso sí, Abasolo se las compone –y muy bien– para que sus lectores (por lo menos los masculinos) empaticen sin rubor con su impresentable criatura.
Lector del Wall Street Journal, este abogado espabiladillo y de buena familia está en las antípodas del mundo degradado por el que habitualmente bucea Goiko. Socio del bufete «Zugasti y asociados» que comparte con su anciano padre, Marcelo Zugasti, es el propio Markel quien, en un inopinado arranque de modestia, se autodefine: «En realidad yo no era un policía ni un detective, y mis relaciones con el Código Penal se habían limitado a los artículos relativos a los delitos de cariz económico, así que nadie podría haberme reprochado que no supiera cómo afrontar la investigación.»
Abasolo saca a colación al personaje creado por Erle Stanley Gardner –el inolvidable Perry Mason– a la hora de establecer un vistoso precedente literario en la figura del abogado que defiende clientes acusados de asesinato. Pero mientras Mason era un letrado especializado en el trabajo procesal y criminal, algo que le servía de ayuda para demostrar la inocencia de sus clientes, para averiguar la culpabilidad de los criminales de Asesinos inocentes Markel Zugasti, «solo» especialista en fusiones de empresas, nada más podrá valerse de su curtido sentido común y de la chispeante inteligencia de su colaboradora, Karmele Mentxaka. Otra diferencia sería que, mientras Perry Mason aceptaba casos por muy poco dinero, simplemente por su curiosidad, costeando la investigación él mismo si era necesario, las insaciables apetencias monetarias mueven cada paso que da Zugasti; bueno, eso y los deseos de acostarse con su cliente Karmele, a quien conoce –y desea con demorada pasión– desde sus veraneos en Bakio, cuando ambos formaban parte de la misma cuadrilla.
La obsesión de Zugasti por Karmele sostiene una trama que desvela a la perfección la capacidad del género policíaco («el gran género moderno») para indagar las relaciones entre la ley y la verdad. En Asesinos inocentes cada nueva revelación añade una capa de misterio y las informaciones acumuladas sirven para conducir al lector a una perplejidad generalizada, en un ambiente de misterio que impregna al conjunto del relato y que la resolución final no consigue despejar del todo. Y es que una vez presentado el crimen (los crímenes, en esta obra), las novelas negras insatisfactorias suelen responder al enigma con previsibles esquemas. Solo los escritores dotados son capaces de dar a la construcción de la intriga un plus que va más allá de la simple solución de un caso. Es en este selecto grupo de narradores –cada vez menor, a pesar de su actual proliferación– donde suele verse quiénes son capaces de dejar en el lector ese poso tan buscado de malestar y de muy complicada ejecución. Abasolo forma parte de él.
El incomprensible asesinato a cargo de Aurelio Mentxaka, padre de Karmele, de Dominique Le Ferrand echa a andar un argumento que, si bien parece vaya a armarse en torno a los avatares de una singladura judicial, pronto se convierte en pesquisa detectivesca. El suicidio en prisión de Aurelio, tras confesar que fue él quien mató a Dominique (se desvela cómo «Txomin» era un peligroso gánster, el típico macho arrogante esculpido a golpe de gimnasio y con la testosterona a rebosar), y el hallazgo, en el domicilio de Aurelio, de dos billetes de lotería premiados, llevan a Markel Zugasti y Karmele Mentxaka a Madrid. Allí descubren que otro asesino, tan inexplicable e «inocente» como Aurelio, el colombiano Edson Arantes Rodríguez, mató a un compatriota suyo y se suicidó después dejando también como herencia para la familia billetes de lotería premiados. Para encontrar la evidente conexión entre ambos crímenes Markel y Karmele recurrirán a todos los medios. Fundamentales resultarán las aportaciones de Laura Santolalla, oficial del Palacio de Justicia, quien, a cambio de sustanciosos desembolsos, facilita documentos decisivos a la hora de desvelar identidades celosamente camufladas… Otros personajes como Leopoldo de Marcos (ex subcomisario del Cuerpo Nacional de Policía, ahora detective), Ander González (oficial de homicidios de la Ertzaintza) o el abogado de Edison, Gerardo de Monforte, aportan su granito de arena para llegar al fondo de la trepidante trama y para desenmascarar al culpable, arteramente escondido tras una irreprochable fachada.
Asesinos inocentesJosé Javier Abasolo
Erein