Mari, la dama, es la diosa de la justicia. Defensora de la honestidad, castiga la arrogancia, la mentira, no cumplir las promesas dadas y a quienes no creen en ella. Cuando Mari, reina de la naturaleza, se acerca, se anuncia con una tormenta. ¡Desde niña he sentido pánico a las tormentas!
La dama espera mi ofrenda. Si quiero evitar su ira, debo cumplir con el ritual. Al no ser del valle, no sé si es una piedra lo que debo llevar, desde mi casa en la llanura manchega hasta el Baztán, para colocarla sobre la roca mesa que hay frente a su cueva, o si, en mi caso, librarme de una maldición exige una aclaración de las palabras que en anteriores reseñas y comentarios dediqué a la presencia de la mitología vasco-navarra en El guardián invisible.
No es que vaya a retractarme de lo escrito, ni de lo malo (“Encontré bastantes defectos en El guardián invisible: el excesivo empeño de la autora en demostrar que se había documentado sobre perfiles criminales, técnicas forenses y asesinos en serie, su aspiración a tratado de antropología, lo poco creíble que resultaba el hecho de que la inspectora de la sección de homicidios de la Policía Foral, Amaia Salazar, necesitara contactar con un agente del FBI de Nueva Orleans como si en el resto del territorio nacional no hubiera ningún experto que le pudiera asesorar, una investigación criminal que apenas aparece y, lo peor de todo, que esa mujer fuerte, independiente y con una profesión de responsabilidad, necesitaba a su maridito para sentirse segura y solo podía ser feliz si se quedaba embarazada, cosas ambas que huelen a rancio”) ni de lo bueno (“utiliza un lenguaje más cuidado, los escenarios de los crímenes, insertos en paisajes de bosques, lluvia y niebla, tienen un aire trágico y romántico, trabaja más la psicología de sus personajes y los conflictos familiares que marcan la personalidad, para mí lo mejor del libro, están descritos de manera creíble, sentida y profunda”) porque lo sigo pensando. Tampoco ha cambiado mi opinión sobre la adaptación cinematográfica que encontré, y encuentro, penosa.
De la lectura de la primera de la Trilogía del Baztán me quedaron dos certezas. Una que el Valle de Baztán era un lugar para visitar. Y lo hice. En mayo de este año fui a Elizondo. Recorrí sus calles con sus imponentes casas señoriales, admiré la Iglesia parroquial de Santiago Apóstol, compré txantxigorri (¡cómo no hacerlo!) en la preciosa pastelería y confitería Malkorra y contemple el río que da nombre al valle a su paso por la localidad. Aunque me enfadé con el sol, por su empeño en brillar y brillar cuando yo anhelaba lluvia, fue un viaje maravilloso. La otra fue que El guardián invisible, a la que califique de novela para entretener y no perdurar, me había alejado para siempre de la autora. Ahí me equivoqué.
Comentando mis impresiones sobre el primer libro, en concreto mi rechazo por la imagen que se daba de la mujer, una compañera de trabajo, feminista con solera, me instó a que leyera el segundo asegurándome que si lo hacia mi visión sería otra. Tenía razón.
La lectura de Legado en los huesos ha sido tan intensa y gratificante que me ha dado para escribir dos reseñas. Una desde el corazón, apelando tan solo a las palabras, música, imágenes y recuerdos que su lectura me fue trayendo a la memoria. La otra desde la cabeza, mediante la comparación entre ambos libros.
Por la capacidad de la autora para estimular la memoria, describiendo olores o sabores y relacionándolos con sensaciones y experiencias gratificantes (“el obrador olía a almíbar; era un aroma fresco y dulce que le traía recuerdos de los días buenos”) o desoladoras (“No debería brillar el sol en los entierros, los hace más vivos, más brillantes e insoportables; la calidez de la luz solo consigue mostrar el horror con toda la crueldad de una herida abierta”), en Legado en los huesos el efecto proustiano se deja sentir en todo su esplendor.
Es una novela que se experimenta con los cincos sentidos: vista (“la comisaría iluminada en la noche precoz de febrero se veía extraña, como un crucero fantasmal que hubiera equivocado su rumbo yendo a parar allí por error”), gusto (“comió con apetito el txitxarro con refrito y patatas, tan simple y bueno que siempre le sorprendía”), tacto (“sintió un espasmo en la espalda, una sensación desagradable y eufórica a un tiempo ante la certeza de haber encontrado el extremo del hilo del que tirar”), oído (“Amaia caminó tranquilamente mientras pensaba en la fuerza del silencio que imperaba en la noche baztanesa, un silencio solo posible allí y que resultaba a la vez placido y ensordecedor”) y olfato (“se sintió reconfortada en cuanto cruzó el umbral y pudo aspirar los aromas de leña, de cera para muebles, flores y hasta el olor dulce a galletas y mantequilla que desprendía Ibai”). ¡No solo se lee de un tirón, como la primera, sino que se lee con intensidad, con ansiedad, con nostalgia!
Los mismos ingredientes componen el plato pero la escritora, como si estuviéramos conectadas, ha hecho caso de mis sugerencias y ha variado las proporciones de la poción. Sin llegar a desaparecer, porque forman parte de su firma, se difumina la presencia de tradiciones y mitología. Los conflictos familiares, aunque pasan a ocupar un segundo plano, mantienen su protagonismo como nexo de los diversos elementos de la trama. Y por fin, como corresponde a una novela que aspira a thriller de calidad, adquiere mayor relevancia la investigación criminal.
En El guardián invisible, la autora se luce al hablar de las víctimas y los escenarios de los crímenes, describiendo ambos como si de un homenaje a la Ophelia de Shakespeare, recreada en el cuadro del pintor británico John Everett Millais, se tratara, pero se pierde completamente cuando toca resolverlos. Por eso el libro se resume en un principio atrayente, un desarrollo titubeante y un final más que predecible.
En Legado en los huesos, las cosas cambian. Empieza con la profanación de una tumba, para ir abriendo boca, pero enseguida nos traslada a la sala del tribunal donde se está juzgando al culpable de uno de los homicidios perpetrados en la primera parte. Es precisamente allí, en ese juzgado, donde se empieza a entrever la tela de araña que conecta crímenes ya resueltos con otros que, cometidos hace tiempo, salen ahora a la luz gracias a los mensajes de los muertos, que Amaia recibe en sueños, y nuevas pruebas surgidas del pasado que la inspectora Salazar deberá interpretar (contando tanto con su lado racional como con ese otro, el espiritual, del que nunca habla pero que forma parte de su esencia misma) para evitar que los malos presagios que se ciernen sobre ella y su familia vuelvan a teñir de sangre el valle.
La investigación aparece detallada como el rompecabezas que siempre es: cientos de pistas que a nada conducen, implicación de diferentes cuerpos policiales no siempre dispuestos a compartir información y las dificultades que entraña el trabajo en equipo con el agravante de que, cuando perteneces a las Fuerzas y Cuerpos del Seguridad del Estado, una mala relación con un compañero puede suponer tu muerte.
Habla de los avances que ha supuesto para la criminología el estudio de la victimología, de los perfiles criminales, de la violencia de género, de la importancia de una buena relación con jueces y forenses, protagonistas por derecho propio en la investigación de cualquier delito, y todo ello de una manera que se adivina documentada, sí, pero que lejos de resultar pesada por didáctica, como ocurría en la anterior, en esta ocasión está perfectamente integrado en el devenir de la novela por lo que, a la vez que instruye, entretiene.
Notable el cambio operado en la protagonista. La mujer que en la primera parte resultaba una pazguata por esa necesidad perentoria de ser abrazada por su marido cada vez que tenía un problema y que, pese a tener salud, una relación estable y una carrera profesional exitosa, necesitaba ser madre para sentirse feliz, lo que convertía en tarea imposible tomarla en serio como policía, en la segunda se transmuta en leona. Y no solo para defender a su cría con garras, dientes y la Glock cuando hace falta, sino para reclamar el derecho a vivir el rol de madre sin olvidar el de mujer (a la que, por supuesto, le siguen tentando otros hombres), su papel de líder como Jefa de Homicidios (aunque tenga que ganarse a hostias el respeto de los subordinados más reticentes) y, sobre todo y por encima de todos, su derecho a decidir, equivocarse, dar un paso atrás cuando toca conciliar y otro al frente cuando de asumir responsabilidades se trata.
Por cómo me ha enganchado, pese a mi reticencia inicial, creo que estoy ante una de ellas, pero no voy a pronunciar en alto ese “sola vayas” formula de protección contra las brujas. Ni siquiera esa defensa mágica logrará que Dolores Redondo, por hechicera que sea, transite sola por un mundo literario que ya ha caído rendido a sus pies.
Servidora incluida.
Legado en los huesos
Dolores RedondoDestino
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Curioso que de una novela a otra se pueda cambiar tanto. Mi naturaleza me impele a pensar en gato encerrado. Generalmente nadie cambia tanto en tan poco tiempo y menos como para hacerte cambiar tanto de opinión. Supongo que, a mi pesar, tendré que considerar seriamente darle una oportunidad.
Como siempre me gusta recalcar, es mi opinión y nada más que mi opinión.
Me consta que hay lectores que no están en absoluto de acuerdo conmigo.
Piensatelo bien que no se admiten reclamaciones.
Un saludo.