Parece una verdad de Perogrullo decir que lo más importante de un libro (da igual novela, poesía o ensayo) es su contenido, las emociones que nos proporciona, las enseñanzas que nos da, el placer estético o intelectual que sentimos al leerlo. Si consigue eso, podemos decir que su autor o autores ya han conseguido el objetivo que, seguramente, pretendían al escribirlo. Pero eso no puede hacernos olvidar que el libro, formalmente -excluyo en esta referencia, por motivos obvios, al e-book- es también un objeto, un objeto que puede ser hermoso y cálido, y que podemos tocar, hojear con parsimonia y colocarlo en nuestras estanterías sabiendo que las van a realzar. Y eso es lo primero que me vino a la cabeza cuando tuve entre mis manos un ejemplar de Las gafas negras de Amparito Conejo. Que era un objeto hermoso, un libro hermoso. Y no sólo por el acabado del propio libro, por el material con el que estaba hecho, sino también con las ilustraciones del artista bonaerense Óscar Grillo que aparecen prácticamente en todas las páginas del mismo, acompañando la narración del también escritor argentino Guillermo Roz. O es la narración de este último la que acompaña a las ilustraciones del primero. Éste es el típico caso en que muestra todo su vigor la famosa frase de “tanto monta, monta tanto”.
Porque además un libro, una novela en este caso, siempre cuenta también una historia. Y aunque el hecho de que el libro como objeto sea una pequeña obra de arte no prejuzga su contenido, sí nos induce a pensar que quien se ha esmerado tanto en la forma no puede descuidar el fondo. Y de nuevo, tras leerlo, podemos comprobar que estamos en lo cierto. La historia, el fondo, se encuentra al mismo nivel que la forma.
Las gafas negras de Amparito Conejo empieza como una novela policial. Un hombre, Pereyra Iraola, director de un colegio, ha fallecido. Y Amparito, al que Pereyra le salvó del paro y posiblemente de la infelicidad, contratándola como secretaria, y que estaba enamorada del difunto, piensa que, a pesar de lo que diga todo el mundo, incluida la policía, ha sido asesinado. Pero ella no es detective, así que su método de investigación, por llamarlo de alguna manera, no consistirá en buscar pistas que le conduzcan al criminal, sino en repasar la vida y milagros de quienes ella cree que son posibles sospechosos de haberlo perpetrado.
Conoceremos así a un buen número de personajes, entre entrañables y esperpénticos, que a pesar de los esfuerzos de la narradora por achacarles un crimen acaban haciéndose querer. Como Aristóbulo Conejo, padre de Amparito, un hombre engañado por su mujer, pero que encuentra consuelo en Zulema, una curiosa tabernera. O a la Núñez, compañera de trabajo y rival en los afectos de Amparito, que con su desbordante sensualidad encandiló al propio Pereyra. Por no hablar de la antigua estrella uruguaya de fútbol, Lunari, caído en desgracia y que gracias a los buenos oficios de Pereyra encontró cobijo, como bedel, en el colegio que aquel dirigía. Pero hay más, cada uno con su historia, en muchos casos tan estrambótica como tierna, tan increíble como posible, por raro que pueda parecernos. Todos ellos, a los ojos de Amparito, posibles criminales. Y quizás lo sean, o puedan serlo, pero casi de un modo que incitarían al perdón más que a la condena.
¿Es alguno de ellos el asesino? ¿Lo es, quizás, la propia Amparito? ¿O tal vez Pereyra Iraola no murió asesinado y es tan sólo el dolor por la pérdida lo que lleva a Amparito Conejo a crearse y creerse esa teoría? Y, sobre todo, ¿de verdad le importa eso al lector? Porque lo que empieza como una novela policial, acaba siendo tanto un placer sensorial como intelectual en el que, lo que más importa, no es la meta, sino el propio camino que hemos seguido hasta llegar al final. Como suele ocurrir con las buenas novelas.
Las gafas negras de Amparito ConejoGuillermo Roz y Óscar Grillo
La Huerta Grande