«Ful», de Rafa Melero, un saludable ejercicio tarantiniano

Manu López Marañón

«Una novela es un espejo que se pasea por un ancho camino. Tan pronto refleja el azul del cielo ante nuestros ojos, como el lodo de los barrizales que hay en el camino.» Stendhal.

De las reseñas que se han escrito sobre Ful hemos leído tres. La primera la hizo para Calibre. 38 nuestro estimado compañero Sergio Torrijos Martínez; una segunda, del admirado autor de Manguis, Paco Gómez Escribano, está publicada en su blog No somos na, y la tercera corresponde a la que la exigente Marisa Arias entregó a la revista Culturamas.

Publicada en junio del pasado año, la novela Ful merece que sigamos hablando de ella.

Coinciden las reseñas citadas a la hora de alabar el ritmo endiablado de la narración, su perfecta ambientación suburbana y, sobre todo, un desenlace que reserva desconciertos de categoría y nos hace llegar a la última frase literalmente rendidos pero deseando que la historia continúe. Marisa, Paco y Sergio han desarrollado sus comentarios exhaustivamente. Liberados así de la obligación de sintetizar tramas y psicologías, haremos unas heterodoxas reflexiones acerca de Ful apoyándonos en aspectos que –creemos– permanecen inéditos o sin desarrollar, y también relacionaremos este libro con importantes creaciones.

No son pocos policías los que escriben novela negra. Algo relativamente lógico, ya que, como apunta Lorenzo Silva: «son muy buenos narradores porque se pasan la vida escribiendo atestados». Joseph Wambaugh (catorce años en la policía de Los Ángeles, donde llegó a sargento detective) parece ser el padre de todos estos policías-narradores, que solo en nuestro país darían para dos equipos de fútbol, con sus reservas, entrenadores y hasta masajistas. Citamos a algunos ilustres literatos agentes de la ley: Alejandro M. Gallo (Oración sangrienta en Vallekas), Ricardo Magaz (Perro no come perro), Marc Pastor (El año de la plaga), Víctor del Árbol (Un millón de gotas), Esteban Navarro (Los fresones rojos) y los dos en los que queremos centrarnos: el valenciano José Luis de Tomás García y el barcelonés Rafa Melero Rojo.

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Con La otra orilla de la droga ganó José Luis de Tomás García el Nadal de 1984, cuando este premio apostaba fuerte por nuevos talentos. Lo obtuvo con una obra urbana y social, construida con oficio y sabiduría; una novela fresca, arropada por el buen racimo de personajes y su cuidada escenografía. En Valencia, Tomás García prestó servicios en el Grupo de Narcóticos y más tarde en el de Homicidios. Basada en experiencias vividas en su trabajo, La otra orilla de la droga es una narración de corte realista en la cual, atenazados siempre por su dependencia hacia las drogas, los jóvenes protagonistas deambulan existencialmente en un entorno violento cargado de miedo y dolor. Toni, Califa y Maica son sobrepasados por una vorágine de delincuencia cuya última etapa desembocará en el manicomio o en la muerte. Entre tanta adversidad, el autor parece apiadarse y abre, muy al final, una cierta esperanza en el camino de la rehabilitación escogido por uno de los jóvenes.

33 años después un mosso d’esquadra escribe otra desencantada y atroz crónica urbana, de nuevo con la droga como telón de fondo: Ful. Siendo muchas las diferencias resulta obligado contrastar el tratamiento que a la violencia se da en ambas novelas. Escrita a mediados de los 80, en la de Tomás García son las propias vidas de sus protagonistas –mortificados por la búsqueda de heroína– las que consiguen sumirnos en un pico de desasosiego mayor que el logrado por esas situaciones de violencia generadas a la hora de conseguir la droga. Y es que no busquemos en La otra orilla de la droga recreaciones narrativas –muchísimo menos estilísticas– a la hora de, por ejemplo, contar un suicidio o de narrar robos cometidos por sus yonquis. Muy al contrario los hechos «inevitables» vendrán como algo dado, pareciendo formar parte de la idiosincrasia de cualquier ciudad.

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Viene a nuestra mente el lema de la Secesión vienesa: «A cada tiempo corresponde su arte, y a cada arte su libertad» y nos preguntamos si no podría parafrasearse para proclamar: «A cada tiempo corresponde su violencia, y a cada violencia su forma de tratarla»; así, la que aparece en la novela de Tomás García –ineludible, de limitada trascendencia y plasmada con oblicua mirada– y de la cual, pasados 33 años, se comprueba lo poco que queda: los escritores (y no digamos los directores de cine) se pasaron –y hace tiempo– en bloque a modalidades violentas menos «naif» que vierten crudas, sin complejos. Por otra parte, que un autor de hoy como Rafa Melero disponga de todos los medios para (re)crear sus historias usando aquello que considere imprescindible para su arte, es un logro de la civilización occidental al que se llegó, no lo olvidemos, por una tortuosa y larga senda de inquisiciones y censuras.

Esta libérrima y moderna forma de narrar, que desconoce la palabra «limitación», podrá gustar o no. Donde mayor aceptación encuentra es entre lectores y espectadores de las jóvenes generaciones, o quizá no tan jóvenes, pero que, en cualquier caso, fueron «educados» en su criterio por la televisión y el cine de los años 60 y 70 (la música rock también ha aportado lo suyo); obviamente, existen también coetáneos paniaguados o de escasas entendederas, burgueses moralistas y poco creativos –pero muy seguros de sí mismos– que no han podido, o querido, dar el salto requerido para acceder a las obras artísticas de nuestro tiempo y que no dudan en quejarse amargamente de ellas, aun cuando ni las contemplen.

Pero no hará falta recurrir tanto al siglo XX. Ya en el XIX, en Inglaterra, el crítico literario Walter Pater dejó escrito: «el arte es independiente de la moral, y en su autonomía busca, a través de la forma, provocar sensaciones y sentimientos de placer.» Y un tal Flaubert (harto de declarar en los tribunales por las indecencias encontradas en Madame Bovary) apostilló: «El pudor en el arte es una idea que solo puede provenir de un imbécil. El arte, incluso en sus desvíos más impúdicos, es púdico si es bello y grande.» ¿Se podrá hacer arte con la violencia? Después de estas contundentes aseveraciones no deberían quedar dudas (como, por otra parte, puede hacerse arte con la gastronomía, con un pentagrama, y con cualquier manifestación humana), y desde luego, en estos tiempos nuevos y salvajes del siglo XXI, parece no quedar más remedio que retratar la violencia sin echar a correr, mirándola de frente. Con su plasmación pasará como con otras formas de expresión: habrá quienes resulten geniales y quienes naufraguen.

Cita en frecuentes ocasiones Rafa Melero a Pulp fiction, tanto para caracterizar personajes de su novela, como a la hora de referenciar circunstancias por ellos vividas. Temerosos de que la obra maestra que nos pareció haya perdido gas, revisamos la película 23 años después. El cine es un arte que no siempre envejece bien. No ha sido el caso. El portentoso guion, la imborrable galería de personajes –en ese estado de gracia actoral que a veces (cada vez menos) se da, y que parece obra de brujería–, unos diálogos siempre intensos y ajustadísimos a cada plano, y, sobre todo, su soberbia estilización de la violencia más brutal –que abrió brecha en el cine– nos resultan tan atractivamente estremecedores como en el día de su estreno.

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Hemos releído también aquel artículo que un escritor exitoso pergeñó para un importante periódico de tirada nacional tras asistir a un pase de Pulp fiction. Si hace 23 años no dábamos crédito a lo que en él vertía, hoy, ese recuento de descalificaciones arrojadas contra la película no ha hecho otra cosa que provocarnos, casi con igual ardor que las frases de Tarantino –tan denostadas por el escritor–, copiosas carcajadas. Una cosa sí hay que conceder: en su afán por rechazar frontal y tajantemente la utilización de la violencia en el cine el artículo consiguió inmediatas y perdurables adhesiones de una no pequeña porción de la intelectualidad patria, moralizadores de izquierdas incluidos. Ponía en la picota este desabrido rapapolvo a Quentin Tarantino sus violentos excesos en secuencias que, pareciera que por el bien no solo del cine, también de la humanidad, jamás deberían haberse rodado –en esta arenga aparecían asimismo imputados los hermanos Coen con su excepcional Muerte entre las flores, o el magistral Corazón salvaje de David Lynch, películas de los noventa convertidas en clásicos… Por cierto…, ¿cómo olvidó anatemizar el escritor exitoso a Uno de los nuestros?

Decíamos que el lenguaje brusco y arrabalero tampoco agradó al escritor transfigurado por una tarde de ira en airado crítico cinematográfico. Para quienes no la hayan disfrutado aún, advertimos que Pulp fiction entrecruza historias del hampa californiana protagonizadas por gánsters empapados en heroína, boxeadores en las últimas, camellos desvencijados y ladrones tronados y sin miramientos… ¿Cómo diablos se supone que debe de hablar chusma como Jules Winnfield y Vincent Vega? Asegurar hoy que Pulp fiction posee los mejores diálogos del cine de los noventa es como decir que el guion que los contiene, y que sigue estudiándose al milímetro en las escuelas de cine, es perfecto: algo de una irritante obviedad.

Ful –novela a la que cabe definir como saludable ejercicio «tarantiniano»– empieza con un brioso rebanamiento de gaznate de un camello (obra de Fulgencio) y, casi seguido, con el asesinato de una joven que, por estar donde no debe, recibe un certero disparo (obra de Jose). Desfilan por estas páginas capos de la droga colombiana como Salcedo y sus secuaces, entre los que destaca Wilfred o «Hielo», solvente máquina de matar; somos testigos de meticulosos asesinatos insufriblemente dolorosos y asistimos después a descacharrantes asaltos bancarios para acabar desenmascarando a honestos e inflexibles policías… que se corrompen a la primera oportunidad… Pues bien, esta recordable amalgama de tipos, de delitos y disparates, conforma una crónica que jamás se habría concebido con un tal arrebatador desparpajo de no existir antes algo llamado Pulp fiction.

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