Novela: «Eva», de Arturo Pérez-Reverte

Teresa Suárez

No pretendo defender al Sr. Reverte de las críticas recibidas por Falcó. No le hace falta. Insolente oficial, quienes osan enfrentarle comprueban en sus propias carnes lo afilado de esa lengua de estilete que maneja con el mismo brío, y peor hostia, con que Alatriste esgrime la “quitapenas”, daga de buen hierro y malas intenciones.

Pero que una novela de aventuras, espías o crímenes, transcurra durante una contienda armada, sea la que fuere, no la convierte en novela de guerra. Que el personaje sea un cabrón no legitima fusilar a su autor. Que describa el comportamiento de las mujeres, ateniéndose a los parámetros de la época en que se enmarca, no la convierte en machista. Y así podríamos seguir.

Por eso, empecinarse en castigar a Falcó (acción, aventura, galanteo, sexo y buenos diálogos) porque el protagonista es un rufián, un mujeriego y pertenece al bando equivocado, solo les hará perderse una buena novela. “Falcó es una chulería frente a quienes creen que la Guerra Civil se resume en 140 caracteres o en dos colores”, dice el autor. Pues eso.

Vayamos con Eva.

Lo de que, al igual que en Falcó, el asesinato campe a sus anchas desde la primera página da fe de la importancia que la muerte tiene en la vida de este espía patrio (“preciso como un reloj suizo y, cuando hace falta, letal como una guadaña”) y explica por qué, en los ratos libres que le deja La Parca, como bont vivant confeso, se dedica a disfrutar al máximo de los placeres prohibidos, especialmente si la cuenta corre a cargo del Almirante, su jefe, que sufraga y consiente tanto exceso dinerario a cambio de lealtad, único dogma en el que cree ese hombre sin ideología ni códigos aparentes.

Así que después de una rutinaria jornada sembrando de cadáveres el precioso barrio lisboeta de La Alfama, y mientras espera un nuevo encargo, nuestro Lorenzo se deja caer, vestido para matar (expresión que en su caso suele gozar de doble significado), por los bares, clubes, restaurantes y hoteles más exclusivos y caros de la ciudad que, en ese momento, tenga la “suerte” de contar con su presencia.

Si a mí me enamora Lorenzo, no tengo por qué cuestionar su éxito con las mujeres de cualquier edad y condición. Pero me va a permitir, Sr. Reverte, cierta dosis de escepticismo con eso de que Chesca, belleza morena de las que pintaba Julio Romero de Torres, “dama de alta cuna y de baja cama”, tras una bofetada bien dada al estilo Hilda precise pronunciar las palabras “amor mío” antes de entrar en faena porque, según usted, “ellas siempre toman la precaución de enamorarse primero”. Tal vez sí, pero no tras solo dos encuentros, no ese tipo de mujer y no en unas circunstancias en las que se exprime al máximo la vida para olvidar que te rodea la muerte. Consumas sin pensarlo, ya puestos más de una vez, y mañana Dios y la guerra dirán.

Por cierto, expresiones como “se clavó en ella” o “se derramó en ella”, aplicadas a los encuentros sexuales de un héroe tan bizarro, como si la utilización de términos más contundentes o explícitos, que no escatima para otros menesteres, avergonzara más al autor que al personaje, además de viejunas, me resultan chocantes.

Sigamos.

Lorenzo, que presume de ecuánime, no suele dejarse llevar por la pasión en ninguna de sus vertientes, ni amorosa ni ardor guerrero (“Ardor guerrero vibre en nuestras voces. Y de amor patrio henchido el corazón. Entonemos el Himno Sacrosanto, del deber, de la patria y del honor”). Por eso, cada vez que la perspectiva de reencontrarse con Eva (la espía que no le amó) le produce un malestar con viso de indefensión, termina bloqueado y con un insoportable dolor de cabeza. Nada que no pueda arreglarse, se dice, echándose dos cafiaspirinas al coleto y dando un madrugador paseo por el puerto de Tánger, su nuevo destino, la ciudad idónea “para la delación, el espionaje y la maniobra sucia”. Pero la presencia de un chucho solitario y famélico, que le sigue de lejos mendigando una caricia y con el que acaba identificándose, le desasosiega por lo que, amenazador, acaba ahuyentándolo como a toda idea, sentimiento o persona que le haga desviarse de su camino y sentirse vulnerable. Algo que no puede, ni quiere, permitirse.

¿Por qué me refiero a ese episodio concreto? Porque fue en ese pasaje, justo ahí, cuando volvió a ocurrir. Tras años de intentos fallidos, en menos de cuarenta y ocho horas Reverte volvía a emocionarme. Que en tan poco tiempo, y con dos historias diferentes, aunque en las dos el dorado metal tenga un papel determinante (la otra es Oro, película de Agustín Díaz Yanes basada en un relato de Arturo), alguien a quien siempre he reprochado su incapacidad a la hora de trasmitir sentimientos haya logrado enternecerme, me confunde. O me vuelvo menos crítica con los años o la capacidad de Reverte para conmover siempre estuvo ahí y no supe apreciarla.

En Eva los ecos de la guerra son más lejanos y la prodigalidad con que el propio Falcó, u otros, hablan de su eficacia como “solucionador” de problemas más insistente (“eres un actor perfecto, un truhan redomado y un criminal peligroso…Hasta la sangre parece resbalarte por encima sin dejar rastro”). Hay menos denuncia, menos retranca, más sexo y similar número de muertos.

Aunque entiendo que tanta reiteración en sus preferencias estilísticas, olfativas y predadoras busca captar nuevos seguidores que sin pasar por la primera se enganchen a las correrías de Falcó a través de la segunda, cansa un poco a quienes ya somos cómplices de sus andanzas.

¿Tres palabras que definen Eva? Por repetidas cual mantra, lealtad (a personas concretas, nunca a ideas), ecuanimidad aplicada al acto de matar (no es personal, es trabajo) y honor (curioso concepto este del honor que los hombres consiguen con sus acciones y las mujeres no abriendo las piernas).

Su lectura me deja un sabor amargo en la boca. ¿He disfrutado? Sí, lo he hecho, pero añorando la adicción lectora que con la primera parte me consumía. Mi sensación es que Eva, publicada a rebufo del éxito de Falcó, es menos reflexiva y más testosterónica por lo que el equilibrio se rompe y el conjunto se tambalea, aunque no lo suficiente como para derribarlo.

Porque, aunque algo cojo, Eva sigue siendo puro entretenimiento. Entretenimiento del que te hace anhelar esa tercera entrega que siempre suele superar a la segunda. Entretenimiento del bueno.

Post-data: como concienzuda lectora de ambas novelas, si Pérez-Reverte accede a que Falcó sea llevado al cine, propongo como candidato a Daniel Grao, 41 años, ojos verdes, cabello castaño y una forma de mirar que derrite. Si a Don Arturo le gusta mi sugerencia puede enviarme un mensaje cifrado, que yo por él estoy dispuesta a aprender Morse o lo que haga falta…y sin decirle “amor mío”, lo prometo (guiño, guiño).

Eva

Arturo Pérez-Reverte
Alfaguara

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