De los escritores policiales y el crimen. Reseñando “La rata en llamas” de George V. Higgins, por Juan Mari Barasorda

Juan Mari Barasorda

Prefacio:

En ocasiones ocupan las estanterías de nuestras librerías favoritas novelas policiales calificadas como best-sellers desde el mismo instante de su nacimiento. Jóvenes escritores que crean su primera novela mientras viajan en el metro de Londres, famosos y famosas que descubren de forma súbita su afición a la literatura policial y a cuyos primeros productos literarios los editores atribuyen en bandas promocionales y contraportadas la consideración de obra maestra. Pero en su lectura nos cuesta encontrar la obra de un lector policial. De alguien que sabe realmente de lo que escribe. Claro que algunos están mas cerca del conocimiento del crimen que otros… y no por ser lectores de novela policial.

Dashell Hammett, padre de la novela negra, comenzó a trabajar como detective de la Agencia de Detectives Pinkerton, el sueño de un detective visionario de nombre Allan Pinkerton que quería emular a su héroe Vidocq, creador de la policía francesa.

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Si Pinkerton fue detective por casualidad, Hammett lo fue por necesidad. Ingresó en la agencia en 1915 y permaneció hasta 1922. A principios de ese año, Hammett apareció en los periódicos gracias a un trabajo como detective: había detenido a unos ladrones de joyas y rescatado un botín de 130.000 dólares. Pero el detective quería escribir. Es entonces cuando un compañero, Phil Geauque, le anima a escribir relatos y Hammett empieza a escribir sobre aquello de lo que sabe. En Pinkerton había conocido a James Wright, superintendente de la agencia, a quien tomó como modelo para novelar a su primer detective de ficción: el agente sin nombre de una agencia de detectives llamada Continental.

Está claro que, seducido por los métodos de Wright, fueron las rudas maneras de aquel detective lo que Hammett quiso transmitir con un estilo propio, caracterizado por frases cortas. Hammett como usurero de la palabra escrita y, a la vez, creador de un nuevo relato policial, alejado de la novela enigma.

Tambien Joe Gores fue detective antes de escribir su recordada Hammett en 1975. Como Hammett, quería contar historias, historias como las que oía en un gimnasio de Palo Alto a un investigador privado que se llamaba Gene Mathews. Así que un buen día se fue a San Francisco, a la agencia de detectives de Mathews, y dijo que quería ser detective. Le pusieron a prueba. Le encargaron encontrar a un hombre. Busco en 147 direcciones distintas, y descubrió que llevaba muerto tres años. Se hizo detective.

Gores recorrió un camino que pocos han recorrido. De lector apasionado de novela policial -empezó leyendo dos libros que le prestó su madre, uno de Agatha Christie y otro de Dashiell Hammett- se convirtió en detective y en repo-man (los que reclaman bienes comprados a crédito y no pagados), y de detective, en escritor. Como el propio Joe Gores escribio: “Aprendí a escribir novelas de misterio redactando informes completos de los casos en los que trabajé como detective”. Y en una entrevista en el New York Times llegó a decir que estaba fascinado por haber llegado a ser algo tan especial como una mezcla entre detective y escritor.

 

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Patricia Cornwell, creadora de la más famosa de las forenses, fue reportera de un periódico, dedicándose a las noticias sobre crímenes, y más tarde trabajó para la Oficina Forense del estado de Virginia. Siendo ya escritora de éxito quiso ser detective aficionada y descubrir a un asesino. El más famoso de la historia. Invirtió varios meses de trabajo y más de cuatro millones de dólares en intentar averiguar la identidad de Jack el Destripador. Dedicó sus esfuerzos a demostrar que el asesino fue el pintor victoriano Walter Sickert, un aficionado a pintar cuadros en los que una mujer muerta era contemplada por un hombre del que no se veía el rostro. Compró treinta cuadros de Sickert y encargó a forenses la búsqueda de restos del ADN del Destripador en los objetos personales de Sickert. Pero Sickert había sido incinerado tras su muerte. Al final, con una serie de pruebas de escasa consistencia, formuló su veredicto en forma de novela: Jack el Destripador. Retrato de un asesino. Caso cerrado (2002).

Otro famoso escritor de novelas policíacas había investigado el caso de Jack the Ripper. Se trata ni más ni menos que de Arthur Conan Doyle. El escritor era ya una celebridad en Inglaterra cuando, bien porque los misterios le subyugaban mas allá de la creación literaria, bien como entrenamiento para seguir escribiendo nuevas historias, comenzó a investigar por su cuenta los casos que ocupaban portada en los tabloides de la época. Así, investigó el caso de George Edalji (el propio Edalji contrató a Conan Doyle como detective privado), el caso de Oscar Slater, el caso de Sacco y Vanzetti o el del robo de las joyas de la corona irlandesa. Además colaboró con Scotland Yard en la investigación de los asesinatos de Jack el Destripador o la desaparición de Agatha Christie ocurrida el 3 de diciembre de 1926. En los papeles del caso del Destripador está documentado que Scotland Yard solicitó de A. C. Doyle y de su profesor y excepcional forense Joseph Bell -su inspiración para crear a Sherlock Holmes- ayuda para resolver los asesinatos. (al parecer ambos señalaron al mismo culpable: la teoría de que el culpable se disfrazaba de mujer, Jill la Destripadora).

 

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Peter Costello nos ha descrito, con la amenidad de una buena novela policial, esta faceta del escritor en Conan Doyle, detective: los crímenes reales que investigó el creador de Sherlock Holmes. A su vez, Thomas Toughill es el autor de Oscar Slater: el caso inmortal de sir Arthur Conan Doyle y el responsable del documental de la BBC Conan Doyle, un caso para la defensa.

En ocasiones, Conan Doyle recurría en sus investigaciones al espiritismo. Por ejemplo, cuando colaboró con Scotland Yard en la búsqueda de la dama del crimen: Conan Doyle se puso en manos de un vidente, Horace Leaf, gracias al cual se apuntó un tanto al afirmar que madame Christie seguía viva y que aparecería en pocos días (la relación de Conan Doyle con el espiritismo está magistralmente detallada por Daniel Stashower en otra apasionante biografia: Teller of Tales The life of Arthur Conan Doyle, que le ha valido un premio Edgar). A pesar de su rendición ante el espiritismo, el prestigio de Conan Doyle en una sociedad victoriana apasionada por la criminología le llevó a covertirse en un admirado investigador.

El Club de los Crímenes –The Crime’s Club-, también fue conocido como Our Society. El 5 diciembre de 1903 sir Henry Irving había invitado a cinco amigos a una cena en la que se habló de asesinatos y asesinos. Los seis pusieron en marcha un club, un club elitista en el que ingresaron médicos, jueces y escritores, apasionados todos ellos por la criminología. Arthur Conan Doyle ingresó en 1904, al igual que otros escritores conocidos como el divertido P. J. Wodehouse (que fue profesor de narrativa de Raymond Chandler) o E. W. Hornung (cuñado de Doyle y creador de Raffles, el más famoso ladrón de guante blanco). El Club tenía un máximo de 75 miembros, y sus veladas y tertulias tenían por objeto descifrar crímenes, robos y asesinatos como el caso del famoso asesino H. H. Crippen (Doctor Crippen). Conan Doyle fue en el Londres victoriano el más famoso miembro del Crime’s Club. Y su reputación como criminólogo e investigador creció a la vez que su reconocimiento como escritor. Un alto cargo de Scotland Yard llegó a afirmar: “Si se hubiera dedicado solo a investigar crímenes en vez de escribir, sir Arthur Conan Doyle habría llegado a ser un extraordinario detective”.

Lo que no sabe mucha gente es que Scotland Yard ha llegado a investigar la posible autoría de sir Arthur Conan Doyle de un asesinato. Un tal Rodger Garrick-Steele, tras laboriosas investigaciones ayudado por el expolicía Paul Spiring, acusó a Conan Doyle de asesinar a Bertram Fletcher Robinson, escritor y amigo personal de Conan Doyle. Éste sería, según esta tesis, amante de la mujer de su amigo. ¿El móvil? Sir Arthur habría plagiado y publicado con su nombre la novela El sabueso de Baskerville, que habría sido escrita por su amigo Bertram Fletcher Robinson, experto en las leyendas del pantano de Dartmoor. ¿La acusación? Doyle habría convencido a la mujer de su amigo, y su amante a la vez, de envenenarle con láudano valiéndose de sus conocimientos en medicina ¿Pistas? Cuando Conan Doyle publicó la primera edición de esta obra en 1901 se podía leer un reconocimiento a Robinson: “Mi querido Robinson: fue su narración de una leyenda de la parte oeste del país lo que, por primera vez, hizo que la historia de este relato comenzase a surgir en mi cabeza. Por eso, y por toda la ayuda que me ha prestado durante la evolución de la novela, le doy las gracias. A. Conan Doyle”. Posteriormente esa dedicatoria fue eliminada por Doyle. Este es el caso contra Conan Doyle. ¿Sospechoso? Tal vez. ¿Condenado? Imposible. No hay caso.

 

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Sí fue condenada sin embargo la escritora Anne Perry, cuyo nombre original es Juliet Marion Hulme, quien siendo adolescente ayudó a una amiga a matar a su madre (el caso Parker-Hulme) y que, tras cumplir condena en la cárcel, se ha convertido en una de las mas prolíficas autoras de novelas policiales, ganadora de un premio Edgar y acreedora del titulo de “gran dama del crimen victoriano”.

Cuando el 28 de julio de 1841 Mary Cecilia Rogers apareció asesinada en el río Hudson después de llevar tres días desaparecida, Edgard Allan Poe se había convertido ya en el creador del género policial. Tras el éxito de Los asesinatos de la calle Morgue Poe decidió seguir la senda del relato policial convirtiéndose -según la información de la que disponemos hoy día- en un detective aficionado en pos del asesino de Mary Rogers. El caso de Mary Rogers, conmocionó Nueva York. La “bella cigarrera” era una empleada de la tienda de tabaco más famosa de Maniatan. Uno de sus clientes fue aquel joven escritor alcohólico.

Poe investigó a todos los sospechosos. El jefe, el novio, el amante, la abortista… Y con su investigación escribió un relato: El misterio de Marie Roget, el segundo protagonizado por Auguste Dupin y, en definitiva, del género policial que el propio Poe había inaugurado. Un relato que contiene una detallada descripción del crimen que estremeció Nueva York y de los sospechosos de aquel asesinato.

El relato tuvo un doble efecto: consolidó la carrera de escritor de Poe y, a la vez y como consecuencia de los detalles del caso que incluyó en el relato (“no he omitido nada del caso…”, “reveló a un amigo…”, “salvo lo que deliberadamente he querido ocultar…”), lo convirtió en sospechoso para muchos.

¿Hasta dónde llegaron las sospechas de la propia policía de Nueva York? No lo podemos saber, tal vez solo fue un investigador aficionado que se involucro en exceso en la investigación. El fantástico libro de Daniel Stashower Edgar Allan Poe y el misterio de la bella cigarrera nos regala una detallada descripción de aquel caso de asesinato y de los posibles sospechosos, sin colocar nunca a Poe entre ellos pero Irving Wallace, en su primer y magnífico libro Argumentos fabulosos (el mismo en el que describe la biografía de Joseph Bell, el profesor en que se basó A. C. Doyle para crear el personaje de Sherlock Holmes) sitúa a Poe entre los sospechosos de aquel crimen.

Reseña:

cubierta La rata en llamasLa publicación en Libros del Asteroide de la obra de George V. Higgins (1939-1999), periodista, fiscal, abogado, implicado durante muchos años en la lucha contra el crimen en Boston, es decir, un autentico conocedor del mundo criminal, nos permiten descubrir a alguien que realmente sabe de lo que escribe. En su conocimiento del mundo criminal está mucho de lo que Higgins sabe transmitir al lector. De hecho, su primera novela, la excelente Los amigos de Eddie Coyle (1970) (“la mejor novela que se haya escrito nunca” según Elmore Leonard) no fue la obra de un escritor policial. No siguió los cánones de la novela negra que inauguro Hammett. La descripción de la psicología -atormentada- de los personajes y la usura de la palabra en aquel se convertía en el caso de Higgins en la descripción a través de los diálogos. Diálogos que son los que permiten al lector entender los personajes y disfrutar de la buena novela policial. Diálogos que por su extensión serán difícilmente realistas -tal vez nos cueste creer la existencia de criminales explayándose en extensos soliloquios- pero auténticos, impregnados de la jerga callejera del lumpen criminal del Boston de los años 70 y 80 que tan bien conocía Higgins.

En La rata en llamas (1981) que acaba de ser editada en 2013 por Libros del Asteroide, se mantienen todos los elementos que permiten disfrutar de la literatura de George V. Higgins. El mundo del hampa de Boston vuelve a ser el hilo conductor de la trama.

“El propietario de un lúgubre edificio de apartamentos de Boston cuyos inquilinos llevan tiempo sin pagar el alquiler en protesta por el penoso estado de la finca cree que prenderle fuego sería la manera más fácil de desahuciarlos. Pero la tarea no será fácil: los delincuentes encargados del trabajo tendrán que ingeniárselas para sobornar al inspector de incendios de la zona, y el ayuntamiento de la ciudad se ha empeñado en erradicar los casos de acoso inmobiliario.”

Pero en realidad, más que la trama son los diálogos los que se convierten en el hilo conductor. Como en todas las novelas de Higgins, más que protagonistas lo que hay son desgraciados personajes, marionetas que se entrecruzan en las redes de la corrupción de la ciudad de Boston (esto me suena a algo que he leído en los periódicos recientemente… pero no era Boston): fiscales, policías, inspectores de incendios, políticos corruptos, inquilinos que no pagan la renta… Las ratas son los roedores que servirán para articular el fraude, pero también los inquilinos que se resisten a pagar la renta… y el incompetente abogado Jerry Fein, y el corrupto jefe de incendios Billy Malatesta o Leo Proctor el pirómano y Jimmy Dannaher el estúpido hasta la médula ayudante de pirómano por no olvidar al teniente de policía John Roscommon, un encanto de persona de exquisito vocabulario:

“—… Y ahora yo os doy por culo a vosotros.

—Oh —dijo Sweeney.

—Sí, ¿a que no tiene ninguna gracia? —se burló Roscommon—.Ja, ja. Ahora os ponéis serios y empezáis a buscar la pomada de las almorranas, pero tengo malas noticias: agotada…”

 

George V Higgins

George V. Higgins

Higgins describe cada personaje a través de los diálogos. Los insultos y palabras malsonantes se suceden (puto o puto negro para ser más exactos, cabrón, hostias…) y arrancan más de una sonrisa al lector. No se trata de que sean diálogos más o menos hilarantes, es que la novela destila una ironía ácida, mordaz y hasta se puede decir que una crítica social. En palabras del propio Higgins: “dialogue is character and character is plot.” Todos los personajes utilizan un lenguaje soez y, sin embargo, en cada diálogo se adivina al personaje. En definitiva, es una novela auditiva mucho más que visual, en la que hay muy pocas páginas con descripciones y sin embargo -o tal vez por esa razón- propicia para crear una buena película siguiendo los pasos de Los amigos de Eddie Coyle (1973), en España titulada como El confidente o Mátalos suavemente (adaptacion de Cogan’s trade, editada en 1974) interpretada por Brad Pitt (sugiero leer las excelentes reseñas de Francisco J. Ortiz en este mismo blog sobre ambas). Así parece que será… cuando se resuelva el pleito entre la viuda de George V. Higgins y un director de Boston que dice poseer los derechos de la novela alegando que fue un encargo hecho en 1970 al escritor de un guion que reflejara el Boston autentico.

Y eso es lo que destila La rata en llamas: autenticidad. No será, no es, la mejor novela de Higgins, ni su personaje principal perdurará en nuestros criminales pensamientos mas allá de lo que dure la lectura de la novela, y aun así nos dejará un agradable regusto de novela bien escrita . No hay un asesino en serie ni un enigmatico crimen cometido en una habitacion cerrada, pero… ¿quién los necesita? El placer de la lectura -salvo que se odien las novelas repletas de diálogos, obviamente- es directa consecuencia de un autor que conoce perfectamente aquello de lo escribe y que ha elegido para contarlo una fórmula absolutamente personal. Una fórmula no siempre valorada por los críticos para desgracia de un Higgins injustamente infravalorado. Aunque a él le daba igual.

“Muchos de mis críticos dicen que… el diálogo de la escritura no es el atributo más importante que un escritor puede tener… Un hombre o una mujer que no escribe bien los diálogos no es un escritor de primer orden…, una minusvaloración de los diálogos tan a la ligera evidencia una comprensión incompleta de los críticos de lo que constituye una buena novela”.

Realmente no es el de Higgins el lenguaje de los pulps en los que nació la novela negra, pero en sus diálogos, como en los de Ed McBain (con el que para mí tiene mucho en común) hay agilidad, frescura y sobre todo realismo. Un ingrediente indispensable para disfrutar de una buena novela policial.

Epilogo:

Posiblemente no será necesario perpetrar un crimen para escribir una buena novela policial (aunque algunos lo perpetran precisamente al escribir la propia novela), ni ser criminólogo, policía, detective o fiscal, pero no hay duda que sí es recomendable leer buena novela policial se pretenda o no ser un buen escritor policial. Yo lo recomiendo. Como recomiendo las novelas de buenos lectores policiales (Ricardo Bosque, Jose Javier Abasolo, Alexis Ravelo, flamante ganador del Getafe Negro…) que cuando escriben saben de lo que escriben, y eso que no son detectives, ni criminales… o eso creo.

La rata en llamas
George V. Higgins
Trad.: Magdalena Palmer
Libros del Asteroide

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