Teresa Suárez
La rubia de los ojos negros / Nunca fui una femme fatale (reseña / relato)
Perdida en disquisiciones post siesta, relajada y dispuesta a sumergirme en una lectura plácida, y no demasiado exigente espero, pienso que John Banville, o Benjamin Black, como prefieran, debe haberse sentido un poco Víctor Frankenstein al resucitar un personaje que murió con su creador dejando un recuerdo imborrable en los adictos al género.
Hay que reconocer que el tío es valiente, eso o los herederos de Raymond Chandler le han pagado una pasta gansa por devolver la vida al legendario detective privado que, lo siento por aquellos que no estén de acuerdo, siempre tendrá el rostro de Bogart.
Mientras sujeto la novela con la mano izquierda y la diestra, capitaneada por mi decidido y curioso dedo índice, se acerca para abrir la primera página del libro, puedo adivinar ese brillo escéptico en mis ojos, compartido seguramente por otros muchos seguidores, que me predispone en contra hasta nueva orden.
«Soy un investigador privado con licencia y llevo algún tiempo en este trabajo. Tengo algo de lobo solitario, no estoy casado, ya no soy un jovencito y carezco de dinero. He estado en la cárcel más de una vez y no me ocupo de casos de divorcio. Me gustan el whisky y las mujeres, el ajedrez y algunas cosas más. Los policías no me aprecian demasiado, pero hay un par con los que me llevo bien. Soy de California, nacido en Santa Rosa, padres muertos, ni hermanos ni hermanas y cuando acaben conmigo en un callejón oscuro, si es que sucede, como le puede ocurrir a cualquiera en mi oficio, y a otras muchas personas en cualquier oficio, o en ninguno, en los días que corren, nadie tendrá la sensación de que a su vida le falta de pronto el suelo». Marlowe visto por Marlowe.
¿Habrá captado Banville la esencia de Philip, ese detective cínico, duro y con principios? ¡Difícil tarea a fe mía!
Os dejo, ya estoy leyendo…
La narración es pausada y elegante. Una atmosfera misteriosa, lugares atrayentes, la presencia de una rubia despampanante que siempre parece estar fuera del alcance de Marlowe, pero a la que siempre llega, te dejan un regusto vintage, una sensación en el cuerpo, repetitiva y a la vez reconfortante, de “ya he estado aquí”. Marlowe machote; Clare, sin ”i”, lista, seductora, “Al despedirse, me tocó levemente la muñeca con tres dedos”, y ricamente aburrida.
Tras leer los primeros capítulos no dejo de preguntarme por qué en estas novelas las mujeres habitualmente tienen asignado un papel secundario. Por malvadas e intrigantes que sean, el estereotipo dominante fija que siempre hay una mano masculina para pulsar el resorte que activa su movimiento. Si alguna engaña, seduce o mata, lo hace por imperativo masculino directo o por haberse colgado del tipo equivocado que se aprovecha de su enamoramiento para darle una vida muy perra. Estaría bien que una, al menos una, se saliera de la norma, ¿no?……
Nunca seré una femme fatale
Me faltan centímetros, me sobran caderas y carezco de la pericia necesaria para caminar sobre diez centímetros de tacón de aguja y un par de suelas rojas, los clásicos Pigalle de Christian Louboutin. Unos stiletto, sin plataforma y con abertura en la zona de los dedos, que recuerdan al calzado que lucían las elegantes damas de los años 50 y que, bien llevados, imprimen carácter y pueblan el mundo de mujeres decididas y seguras de sí mismas.
Aborrezco el rubio platino y el rouge de labios demasiado rouge. Jamás me he puesto unas gotas de Chanel al despertarme ni mucho menos para dormir, el peso del mito Marilyn, vestida únicamente por otro mito, el Nº 5, me impediría conciliar el sueño al tener la incomoda sensación de estar interfiriendo en esa relación tan íntima entre estrella y perfume. No soy de olores apabullantes, de esos que se quedan grabados tanto en la piel como en la memoria con un simple roce, intencionado o no, pero si tuviera que elegir un perfume seria Poisson, la esencia de la seducción según Dior, porque me divierte el nombre. Si hay que hechizar con un olor nada mejor que unas gotas de veneno.
Detesto el tabaco, a sus acólitos y, ya puestos, el empalagoso “Smoke gets in your eyes” de los Platters: me producen un escozor insoportable y una irritación más insoportable aún. La evocadora imagen de esa misteriosa fémina extrayendo un cigarrillo de una exquisita pitillera de plata y la celeridad del varón, macho alfa por supuesto, para ofrecerle candela, mientras aprovecha para contemplarla con detenimiento durante unos breves segundos, me deja fría, salvo que la llama toque mi piel claro.
Los hombres no se impactan al verme, no caen rendidos a mis pies, incluso alguno de ellos cree que puede ignorarme, que no merezco ni unos minutos de su estúpida atención. Dejo que lo crean. Porque a veces, solo a veces, cuando la presa lo merece, pongo mi ingenio, créanme es mucho, al servicio de su captura y hasta hoy ninguno se me ha resistido. Ya lo dijo la rubia más ocurrente que ha parido Hollywood: “El amor no es una emoción o un instinto, es un arte”.
Lenguaraz, atrevida, descarada… ¿Cual es mi mayor encanto? La insolencia.
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Adoro El Palisandro, un club discreto, no apto para cualquier bolsillo, donde una chica puede tomarse una copa con la seguridad de que los cargantes moscones, de poco seso y menos tacto, no te molestarán salvo que una discreta señal les indique que tienen vía libre.
Esa noche ocupaba el final de la barra, lugar estratégico que te proporciona una amplia visión tanto de la entrada principal como de la salida de emergencia, un llamativo ejemplar masculino: anchas espaldas, moreno, aspecto arrogante y enfadado. Una morena de tetas descomunales, sentada a su izquierda, no paraba de dirigirle miradas nerviosas acompañadas de risitas estentóreas que reclamaban su atención sin demasiado resultado. Finalmente le habló, charlaron varios minutos y ella se levantó en dirección al cuarto de baño. Hice lo mismo susurrándole al pasar:
– Buena elección.
– Es la tía más buena de este antro -contestó sin despegar la vista de su vaso.
– Sí tú lo dices -respondí suavemente- pero no me refería a tu elección, sino a la de ella.
Continué mi camino sintiendo sus ojos pegados a mi espalda. Al regresar a la barra la morena se había volatilizado y él me esperaba de pie junto al taburete. Sin cruzar palabra salimos del local y tomamos un taxi en dirección a su casa.
Un pequeño apartamento, tan pulcro y en apariencia poco acogedor como él, que me agradó bastante y convenció de que no me había equivocado. Me gustan los besos con regusto a ginebra amarga y limón en unos labios duros y exigentes. «El sexo es como una partida de póquer: si no tienes una buena pareja, más vale que tengas una buena mano”. Había conseguido lo primero, la noche se presentaba bien.
Tras el segundo asalto, mientras se daba una ducha rápida, me ofrecí a prepararle una copa. Ginebra, tónica, hielo, lima y mi ingrediente secreto: Rohypnol, potente sedante que, mezclado en la bebida, se disuelve y actúa rápidamente sin dejar sabor, color ni olor detectable y que hace difícil que quien lo toma recuerde lo que le ha pasado bajo la influencia de la droga. ¡Bye-bye, guapo!
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-¿Dónde estuvo anoche?
-En casa de un amigo.
-¿Y ese amigo tiene nombre?
-Supongo, pero no se lo pregunté, acabábamos de conocernos.
-¿Puede darnos una descripción?
-Apuesto a que sí -respondí mientras dirigía una mirada, cargada de sorna, al inspector (anchas espaldas, moreno, aspecto arrogante y enfadado) que de pie, a mi derecha, me miraba fijamente.
¿De qué se me acusa? De nada que puedan demostrar. Entre mis muchas habilidades cuento con una muy útil: reconozco a un poli en cuanto lo veo. ¡No existe mejor coartada que una con placa!
¿Qué quieren que les diga? Aprendo rápido y, siguiendo los expertos consejos de Mae, soy muy buena siendo mala y las chicas malas, ya saben, son las que triunfan en este mundillo.
Fin.
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Tras prepararme el primer café de la mañana, el más sabroso, ese que te conecta con el mundo, ya estoy dispuesta a seguir con la historia de Clare Cavendish, la refinada dama que huele tan rematadamente bien, como corresponde a cualquier rica heredera de un emporio de perfumes que se precie, y sus tejemanejes para enredar al más que dispuesto Marlowe. Sigamos….
De momento falla el sentido del humor. Lo siento forzado, no fluye con naturalidad. Philip parece más un graciosete pedante que el habitual tipo duro cuya mejor arma es su afilada lengua, esa que tantos problemas le ha acarreado en el pasado y promete seguir haciéndolo en el futuro. No obstante habrá que darle un voto de confianza, no olvidemos que acaba de volver de entre los muertos.
Aunque la sagacidad de Marlowe le advierte de que el trabajito de la rubia despide un tufo a trampa que se huele a kilómetros, se deja arrastrar por esas fantasías animadas que bombardean su cerebro cada vez que una mujer potente se le pone a tiro. Cuanto más fría y distante se muestra ella más empeñado en catarla se muestra él. Y total ¿para qué? si cuando consigue que una de las de esa clase deje a su marido y le proponga matrimonio huye despavorido con el rabo entre las piernas. ¡Marlowe, Marlowe, no te vendría mal una temporadita de castidad autoimpuesta para resetear cuerpo y mente!
Dos mexicanos que no se andan con chiquitas, una víctima salvajemente mutilada y asesinada, una trama familiar que entrecruza la vida de los personajes, Marlowe incluido, sus viejos conocidos en la policía que lo mismo se alegrarían de que desapareciera como se preocuparían si no lo hace, unos muertos muy vivos y unos vivos que ya están muertos aunque ellos no lo sepan.
Debo admitir que la novela dispone de los ingredientes necesarios, en las cantidades justas, para evitar que la digestión sea pesada. Pero también creo que Marlowe, en su línea habitual, se ha mostrado esquivo y poco atento con Benjamin Black negándose en rotundo a facilitarle el trabajo. Banville ha conseguido mover los hilos de la marioneta pero no con la maestría que lo hacía su creador. Resultado: una función entretenida pero no chispeante.
Aunque Black me ha ganado para la causa con esas palabras que homenajean tanto a mi detective favorito (“De hecho, como diría Sherlock Holmes, estoy ante un asunto cuya solución requiere el tiempo que lleva fumarse tres pipas”) como a mi adorado Tom (“Bajé los ojos a mi vaso, mientras me preguntaba quién inventó el gimlet. ¿Cómo se le habría ocurrido semejante nombre? El mundo está lleno de preguntas insignificantes como esa y tan solo Ripley sabe la respuesta”), tal vez debería plantearse dejar a los muertos en paz, sobre todo cuando el padre de la criatura ya se despidió, del difunto y del mundo, con un largo adiós.
Para terminar, una última cortesía para la casa:
“Aquel viejo revolver pesaba tanto como un yunque y tuve que sujetarlo con ambas manos. (…) Era de fabricación alemana, un Weihrauch de calibre 38. Un arma fea, pero terriblemente efectiva”.
La rubia de ojos negros Benjamin Black Trad.: Nuria Barrios Alfaguara
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