Reseña: «Asesinato en la plaza de la farola», de Julio César Cano

farolaManu López Marañón

En el segundo volumen de Los diarios de Emilio Renzi su autor, Ricardo Piglia, dice: «En las novelas policiales hay una situación de lectura que define el género mismo, el lector sabe o imagina lo que le espera al leer ese libro, y lo sabe antes de comenzar. Ese conocimiento, ese saber previo, funciona como un protocolo o un modo de leer que define el género mismo… ¿Lectura innecesaria? La parodia o la renovación parecen ser las únicas opciones.»

En Asesinato en la plaza de la farola Julio César Cano ni parodia ni renueva: opta por ser un narrador «clásico» de novela policial y consigue un texto en el que, ciertamente, nada falta, y donde la intriga, como exigen los cánones, se mantiene hasta la última página. Nada negativo que decir… porque siendo el responsable de esta reseña un acérrimo partidario de la renovación y la heterodoxia (en cualquier libro), al mismo tiempo reconoce que, siempre que las tramas están bien urdidas y los detectives tengan personalidad, como es el caso, disfruta no poco con este noir «protocolizado».

El protagonista de esta novela, Bartolomé Monfort –«Kamikaze Monfort»– (un inspector procedente del departamento de Investigación Criminal de la Policía Nacional de Barcelona), tiene una forma de ver la vida y unos usos más bien de «vieja escuela»: expeditivo, socarrón, algo chulo y prepotente es, por supuesto, fumador y gastrónomo (aunque en su caso no cocine –¡cómo se agradece librarnos de otro listado de recetas en estos tiempos en que toda España parece querer dedicarse a los fogones!– y parezca conformarse con la carne frita con patatas, la ensaladilla rusa y los restaurantes chinos; el vino Marqués de Cáceres y el whisky Chivas satisfacen un paladar al que, en resumen, nos atrevemos de calificar de saludablemente pedestre). Viudo atormentado por la temprana y desgraciada muerte de su esposa, siente una admiración entre profesional y paternalista por su joven compañera en la investigación, la agente Silvia Redó.

El punto de arranque recuerda al de Demasiado ruido, magistral novela de nuestro compañero Javier Abasolo reseñada en su día por Calibre .38. Al igual que en ella, Asesinato en la plaza de la farola se inicia con la muerte de un mendigo en un céntrico cajero bancario. Además, también unos rumanos resultan ser los primeros sospechosos. Pero las coincidencias terminan aquí; si en la narración del escritor vasco la trama deriva hacia la intriga internacional, la novela de Cano centra su desarrollo en la provincia castellonense (se incluye un mapa de los principales escenarios –completados por la descripción que inicia el capítulo 26–, un mapa que hace recordar a aquellas novelas de «territorio mítico» tan de moda hace ya unas décadas y que invariablemente los incluían).

Descartados los primeros sospechosos y subsanados unos garrafales errores a la hora de arrestar a varios consumidores de cocaína, el inspector y la agente encaminan su investigación al costero pueblo de Benicàssim, donde una anciana trastornada, Rosa «la de Benicàssim», y su hermano Arturo, residente en Buenos Aires, parece que tuvieron que ver con el vagabundo asesinado. En efecto, una vez recuperada en el hospital, la anciana declara que la víctima era Nicolás Armengol, un viudo que vivió en una lujosa villa del pueblo –en completa soledad desde que falleció su hermana– y en la que Rosa servía. Con rastros encontrados en esa casa, el inspector Monfort retoma la investigación. Se descubren unas cuantiosas transferencias del finado Nicolás a Suiza, donde un sobrino viajaba para recoger posteriormente el dinero. No tarda en detenerse a Roberto Armengol, quien pronto demostrará cómo esas transferencias acababan en Pakistán para financiar una escuela infantil.

Las sospechas se dirigen entonces hacia los vecinos de Villa Armengol. Una pareja recién separada compuesta por una libidinosa mujer llamada Natalia Monsonís y su marido, el nefrólogo Eugenio Sánchez, han tenido, y tienen desde hace muchísimo tiempo, relación con la familia Armengol.

La cuantiosa herencia del mendigo, Nicolás Armengol, ha propiciado este caso, en el que, una vez más, se ve cumplida aquella célebre sentencia de Karl Marx que aseguraba cómo «el dinero convierte en destino la vida de los hombres» y la cual, aplicada al género policial, constituye –y desde sus orígenes– su principal pathos.

Persecuciones de coche, despeñamientos, navajazos traperos de mortales hemorragias y detenciones in extremis en aeropuertos, así como un relato de los hechos, en viva voz, por parte del culpable (oportunamente grabado por una agente), conforman el tramo final de una novela que consigue dejar sin aliento al lector.

 

Asesinato en la plaza de la farola
Julio César Cano
Maeva
 

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