NOVEDADES MICHAEL CONNELLY / HARRY BOSCH, “EL POETA” Y LOS ‘SERIAL KILLERS’

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Ángel Luis Pastor

Alianza de Novelas lanza otras tres reediciones en bolsillo de antiguos títulos de uno de los maestros indiscutibles de nuestro género favorito, Michael Connelly. Se trata de Luz perdida, Cauces de maldad y Último recurso. Son las novelas 9, 10 y 11 de la serie de Harry Bosch, justo las siguientes de las otras tres reediciones del pasado marzo que reseñamos también aquí. Para los que no hayan seguido fielmente las sucesivas entregas de las peripecias de nuestro viejo sabueso, daremos primero un pequeño repaso a las tres, dejando para el final la que nos va a introducir en el tema objeto del título de este artículo.

En Último recurso, de vuelta a la Unidad de Casos Abiertos del LAPD (capitaneada por un nuevo jefe venido de Nueva York y otra vez en compañía de Kiz Rider), Harry se centra en el brutal asesinato de una adolescente mestiza hace casi veinte años. Al revisar el antiguo expediente, Bosch se da cuenta de que algo no encaja y decide enfocar el asunto como un ataque racista -hipótesis problemática dado el ambiente de tensión racial en la ciudad-, bajo la atenta y hostil mirada de su ahora ex-jefe y eterno antagonista Irving, que espera su fracaso.

Con dos giros inesperados casi al final de la novela y la habitual maestría de Connelly, el relato es una de las más evidentes muestras de la ‘religión azul’ de Bosch. Ya saben, “o todos cuentan o nadie cuenta”, porque, como les dice el supervisor de la unidad, el teniente Abel Pratt, a Harry y a Kiz “una ciudad que olvida a sus víctimas de asesinato es una ciudad perdida”.

Harto del Departamento y tras mucho pensarlo, Harry se despide en Luz perdida del LAPD, en lo que será su primera “escapada” de la policía (que no será la última, como sabrán sus seguidores). Pero, fiel a su sentido de la justicia, se lleva el expediente del caso sin resolver del asesinato de una ayudante de dirección, sucedido pocos días antes del millonario atraco al estudio cinematográfico en el que trabajaba.

En el transcurso de su investigación -ahora como detective privado-, Bosch va convenciéndose de que la tesis oficial no es la que sugieren los hechos, lo que le llevará al inevitable conflicto con sus antiguos compañeros y, lo que es peor, con los efectivos del FBI que participan también en el caso porque se sospecha que el botín está relacionado con la financiación del terrorismo.

Por último, Connelly reúne en Cauces de maldad a dos de sus personajes más consistentes: el propio Harry, claro, y Rachel Walling, co-protagonista en media docena de títulos más, personaje episódico en otros dos o tres y pareja ocasional de Bosch. Retoma con ellos el caso de “El Poeta” ocho años después del título homónimo sobre los horrendos crímenes de Robert Backus, el ‘serial killer’ protagonista de la novela.

Todo comienza con la muerte del ex ‘profiler’ del FBI Terry McCaleb, protagonista a su vez de la mítica Deuda de sangre. Las primeras investigaciones inducen a Harry a pensar que el psicópata a quien todos suponían muerto pudiera estar implicado en la aparentemente natural pero inesperada muerte de McCaleb. Ante la duda, Bosch pide ayuda a la agente del FBI Rachel Walling, quien llevó en su día el caso del célebre asesino de policías. Así que, para ayudarle, Walling tendrá que volver sacar a la superficie su relación con el asesino, también fuertemente conectado con ella.

***

Como decíamos antes, este último título nos introduce en el tema de los asesinos en serie. Un lugar común de la literatura negra que el propio Connelly ha tratado en varias ocasiones, como las muy notables Echo Park, con el caso de Raynard Waits, la mucho más reciente Advertencia razonable, con el de “El Alcaudón” o La oscuridad de los sueños, con el de “El Espantapájaros”. Pero son, sobre todo El Poeta, novela inicial del personaje, y Cauces de Maldad las más importantes por lo que luego veremos.

Quizás convenga recordar de qué hablamos cuando hablamos de asesinos en serie: homicidas de tres o más víctimas, en 30 o más días, con un período de “enfriamiento” entre ellos y cuya motivación es la gratificación psicológica que les produce matar. Y ya que hablamos de gratificación psicológica, será bueno traer a colación el fenómeno de Hannibal Lecter, cuya aparición supuso un punto y aparte en el tratamiento literario de este tipo de criminales, ya que una de las más famosas novelas (y aún más famosa película) sobre ellos es, sin duda, El silencio de los corderos, de Thomas Harris. Lo más novedoso de esta novela fue hacer popular entre el público general los departamentos que, como la Unidad de Ciencias del Comportamiento del FBI (o, muy posteriormente, la Sección de Análisis de Conducta, de nuestra Policía Nacional) se centran en la investigación y captura de asesinos en serie mediante la elaboración de perfiles psicológicos y conductuales de estos sujetos con la ayuda, entre otras herramientas, del famoso DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales) de la Asociación Americana de Psiquiatría, que tanto ha ayudado en el ámbito policial como polémica ha causado en la sociedad por su consideración patológica de algunas características personales como la homosexualidad, finalmente retirada de su catálogo de enfermedades.

Aunque la expresión ‘serial killer’ se hizo habitual a partir de los años 80 (parece que acuñada por John Douglas, agente y ‘profiler’ del FBI), los asesinos en serie siempre existieron. Tanto en la Historia como en la literatura -y desde mucho antes de la aparición del género negro-, personas reales y personajes de ficción de este tipo (sin entrar en el espinoso asunto de los genocidas políticos y los criminales de guerra) han acompañado los muchos siglos de la existencia humana. En la mente de todos están los nombres del “Doctor Muerte”, el “Carnicero de Plainfeld” (muy probablemente inspirador de Hannibal Lecter), el «Carnicero de Rostov», Ted Bundy o “El vampiro de Düsseldorf”. O, retrocediendo en el tiempo, “Jack El Destripador”, “Baby Farmer”, “Barba Azul» o la “Condesa Sangrienta”, por citar sólo algunos de los más conocidos.

Históricamente estos criminales eran tachados sin complejos de seres malvados, monstruos criminales y sádicos, muchas veces en forma de brujas, hombres lobo, vampiros, o endemoniados. En sociedades donde la religión era aún predominante, el concepto de Dios y el Demonio, del Bien y el Mal, era asumido de forma natural por la gente. A partir del siglo XIX, la sociedad busca explicaciones racionales y científicas para entender cómo un ser humano puede ser capaz de causar tanto dolor. Es entonces cuando se empieza achacando su origen a taras genéticas, después a desajustes neurológicos y, finalmente, acaba por consolidarse una visión del criminal como psicópata, como enfermo mental. Posteriormente, ya bien entrado el siglo XX, serán muchos los que vayan añadiendo argumentos que justificarían esa perversión por problemas sociales, familiares, escolares o experiencias traumáticas de todo tipo: el asesino se va convirtiendo, de alguna manera, en otra víctima.

Sin llegar a tanto (a considerarlos víctimas, quiero decir), los cuerpos policiales también ven al asesino en serie, incluso al más consciente y organizado, como un enfermo que sufre un trastorno antisocial de la personalidad, muchas veces de tipo esquizofrénico o paranoico, aunque casi siempre asociado a un alto nivel de inteligencia. Inteligencia que le ayuda a planificar sus crímenes y a engañar a sus víctimas, primero, y a la policía y los jueces, después. Monstruos sí, pero enfermos al fin, esta visión se suma, aunque con el distintivo matiz de la inteligencia, a la caracterización del tradicional asesino en serie desorganizado que era visto como un demente (o, más bien, un deficiente mental) carente de conciencia del mal que causa. De modo que estos criminales acaban teniendo, desde un punto de vista ampliamente aceptado, tanto social como literariamente, más de enfermos que de “simples” malvados.

Por eso la mayor parte de autores afronta el relato sobre la base de que el asesino es como mínimo un enfermo o, incluso, una pobre víctima que por causas mentales, familiares o sociales (habitualmente asociadas a traumas infantiles), termina cayendo en el abismo de la violencia extrema y el homicidio. El propio Thomas Harris, en Hannibal y el origen del mal (una ‘precuela’ de El silencio de los corderos en la que aborda los años de infancia y juventud del Dr. Lecter), explica su monstruosa conducta por las terribles experiencias vividas durante esos años, hasta conformar una personalidad enferma que empieza a matar por venganza pero luego ya no tiene freno. En cualquier caso, al margen de las causas que cada uno le atribuya al asesino en serie, casi todos los autores de novela negra suelen poner el acento en el sentimiento de fragilidad social e inseguridad personal que despiertan estos casos. Es el mismo planteamiento de las películas de terror que te recuerdan que, en medio de tu sociedad civilizada, desarrollada y próspera, nadie está a salvo, tú tampoco. Paradójicamente, para esta tendencia general ese argumento justificativo de la patología del asesino es, al mismo tiempo, un mecanismo tranquilizador para el lector. Porque, frente al desasosiego que causa el asesinato en serie en nuestras generalmente apacibles sociedades, pensar que este horror tiene al menos una explicación racional es una alternativa menos cruda que la de aceptar que la maldad es una característica más del ser humano. Se establece así un equilibrio inestable entre el pánico creado y el consuelo de su origen.

Connelly también participa a menudo de este planteamiento. Incluso en este caso sugiere que las terribles acciones homicidas de “El Poeta” pudieran tener origen en sus duras vivencias de infancia, con un padre cruel y represivo y una madre poco protectora frente a la brutalidad paterna. Pero será también este caso el que marque un punto de inflexión en su búsqueda de equilibrio, un equilibrio diferente. El propio autor lo explica en su web: retomar el caso (y cambiar las tornas) en una segunda novela era su única manera de compensar la situación de un mundo en el que las víctimas cuentan poco y donde, a menudo, “la gente todavía se sale con la suya con el asesinato”. Un ejercicio de ‘justicia poética’ en el que “decidí usar a Harry Bosch para el trabajo”, en lugar del Jack McEvoy de la primera, aunque tenía muchas más similitudes con él por su pasado común como periodistas de sucesos y tribunales en Los Angeles Times, en busca de un éxito editorial. Porque, independientemente de su posición personal, cuando se trata de Harry Bosch, Connelly pondrá siempre el énfasis en quién es “el malo” (por las causas y el origen que sea) y quién es la víctima, el perjudicado que reclama justicia. No justicia social, ni siquiera justicia legal sino, sobre todo, justicia humana, personal. Para Harry no es tan importante el cómo ni el porqué de los asesinos, sino las consecuencias de sus actos sobre las víctimas y la búsqueda de reparación para ellas. Por eso, su misión no es tanto el reto intelectual de descubrir, perseguir y capturar al asesino, -ni saber sus razones-, sino la necesidad moral de cumplir con los preceptos de su ‘religión azul’. Porque esta ansia de justicia es, más que una característica del autor, un rasgo del carácter del personaje, parte indisoluble de su filosofía vital.

Y por eso mismo, a diferencia de tantos “héroes” del noir, sean policías, detectives privados o periodistas, que libran una compleja partida de ajedrez en la que lo que importa es la resolución del caso con la victoria del detective sobre el asesino (caso cerrado, punto final), Bosch va siempre un paso más allá y está siempre al filo -o al margen- de lo correcto (¡cuán heterodoxo y “tocapelotas” puede llegar a ser!), tanto en la aplicación de las normas internas o incluso legales, como en la técnica policial investigadora.

En esto como en tantas cosas, nuestro viejo Harry sigue siendo único.

 
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